Las diosas borradas de la Biblia
Asherah, la esposa de Dios
Por: Xabier Pikaza Ibarrondo (teólogo), Adital, 25 05 14
Reproduzco aquí este interesante artículo escrito por el teólogo Xabier Pikaza, extraído de su blog. Es uno de los teólogos católicos que ha osado pensar más allá de lo estrictamente oficial.
La figura de las matriarcas humanas (especialmente del libro del Génesis) ha crecido en el recuerdo de Israel, mientras que la figura de la Diosa o de las diosas ha tendido a ser borrada. Se trata de un fenómeno normal, porque después del exilio y, en especial, en el tiempo de la redacción de la Biblia, la diosa aparecía como figura nefanda, que debía ser tachada para siempre.
Sin embargo, esa "borradura” no ha podido ser total, pues la figura de la diosa ha sido demasiado importante y ha dejado "su sombra” en muy diversos textos de la historia israelita.
Ignacio Molina, s.j.
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En general, el primer recuerdo de los pueblos suelen ser sus figuras trascendentes (las diosas). Pero, sin negar esa afirmación general, debo añadir que en el principio de Israel se ha dado una situación especial, pues muchísimo más que la diosa (diosas), común en otros pueblos y en el conjunto de la cultura cananea, ha influido un factor revolucionario: la figura de un Dios Yahvé, sin imagen ni función sexual, un Dios trascendente y celoso (guerrero), propio de unos grupos nómadas que traen recuerdos de un éxodo de Egipto.
Por un lado hallamos a la Diosa (al Dios/Diosa), más propio de los cananeos, que habitaban ya en la tierra (una diosa que los israelitas irán borrando, negando…).
Por otro lado hallamos al Yahvé suprasexual (guerrero), más propio de los invasores que llegan del desierto.
Del enfrentamiento y fusión de esos dos modelos religiosos (a los que se puede añadir quizá el recuerdo de los patriarcas trashumantes, de los que hablaremos al tratar de las matriarcas) ha surgido la religión bíblica judía.
Así podemos afirmar que al principio no había diosa (si nos fijamos en los grupos del “solo Yahvé”); pero también podemos afirmar que al principio estaba la diosa (si destacamos más la aportación de las poblaciones cananeas). En la historia posterior de la Biblia judía ha tendido a imponerse la visión del “único Yahvé”, pero no ha logrado hacerlo plenamente, es decir, sin transformaciones, como iremos viendo en lo que sigue. De todas formas, el culto de la diosa ha quedado tachado y sólo mirando más allá de las tachaduras podemos recuperar su memoria.
Según eso, la Biblia en su conjunto (en su redacción post-exílica), apoyándose en la crítica de los profetas y en el culto oficial del templo de Jerusalén, tras la reforma deuteronomista (a finales del siglo VII a. C.), ha rechazado el culto de la diosa y sin embargo ella (la Ashera) ha sido, con el "toro de Baal”, la figura que más se ha encontrado en las excavaciones de la tierra de Israel. Se había pensado que en Israel no podían haber existido las diosas, pues eran a la "ortodoxia yahvista”; pero esa ortodoxia tardó en imponerse, de manera que, en el tiempo antiguo, hasta el exilio (siglo VI a. C.), la figura de la diosa resulta frecuente en Israel.
En el principio, la figura de la diosa no era contraria a la identidad de Israel (sino únicamente al grupo del “solo Yahvé”), ni provenía de fuera, es decir, de cultos extranjeros, sino que estaba arraigada en la experiencia de los cananeos autóctonos que fueron integrados casi desde el principio (al menos desde el siglo XI a. C.) en la religión israelita. La Biblia Judía posterior ha querido borrar esa memoria, para reescribir la historia desde la perspectiva del Yahvé guerrero trascendente, que domina cielo y tierra y que destruye a los pueblos enemigos. Esta "erasio memoriae” ha marcado la visión posterior del judaísmo, que ha querido rechazar la imagen femenina de Dios. Pero esa represión no ha sido total y ha terminado siendo en parte inútil, pues la huella de la divinidad femenina ha configurado el conjunto de la Biblia, pues lo borrado (reprimido) ha vuelto y ha seguido presente, de modos distintos.
Tenemos un testimonio irrefutable: el resultado de las excavaciones arqueológicas, que se han venido haciendo en la tierra de Israel, de manera sistemática, sobre todo en los últimos decenios. Lo que la Biblia ha querido ocultar aparece en forma de cientos de estatuillas, que recogen y recuerdan el culto de la diosa, no sólo en los tiempos anteriores a la conquista israelita (en torno al siglo XI d. C.), sino en los tiempos posteriores. Ella, la diosa, como figura materna y/o femenina, es la más abundante, de manera que podría decirse que refleja la religiosidad personal o familiar y grupal de la mayor parte de los habitantes de la tierra (junto al toro de Baal, que es signo masculino de la fecundidad).
Todo nos permite suponer que en el principio, cuando vino del desierto para instalarse en la tierra de Canaán y conquistarla con sus fieles guerreros, Yahvé no tenía esposas (Ashera), sino que aparecía como Dios solitario y celoso, incapaz de compartir su poder con una diosa. Pero con el tiempo, una vez instalado en Canaán, el Dios de la furia del desierto (originario quizá de los madianitas), tendió a tomar esposa, como muestran dos famosas fórmulas de bendición donde él aparece vinculado con su Ashera.
Una de esas fórmulas se ha encontrado en Kuntillet Ajrud, cerca de Cades Barne, en el desierto sur de Judea, zona de cruce de caravanas, donde ha aparecido una vasija con un texto del siglo VIII a. C. (en pleno período profético) en el que se dice: "Yo te bendigo por Yahvé de Samaría y por su Ashera”. Así aparecen unidos, dios y diosa, como fuente de la única bendición. De esa manera, el mismo Yahvé, que en el culto antiguo de sus fieles, aparecía como solitario (Señor de la guerra), se encuentra ahora integrado en una pareja divina, de manera que él y su consorte (la Ashera) constituyen un único principio divino de bendición y vida.
Otra fórmula semejante, aunque es algo posterior, ha aparecido cerca de Khirbet El-Qom, no lejos de Hebrón, sobre el pilar de una cueva funeraria, lo que prueba la importancia de la figura de la diosa, asociada a Yahvé, en pleno período monárquico, en el momento en que van a iniciarse las "reformas yahvistas”: "Bendito sea Uriyahu por YHWH y por su Ashera”. Eso significa que en un plano popular, en la religión de la vida, por lo menos hasta el exilio, muchos israelitas han venerado a un Dios dual, masculino y femenino, sin que la religión "más oficial” del "sólo Yahvé” haya logrado imponerse.
En contra de la versión oficial de la Biblia posterior, el culto de la Ashera no tenía un origen extranjero, sino que ella pertenece a uno de los sustratos más antiguos de la religión judía, en la que ella aparece asociada como diosa y consorte al Dios supremo, definiendo un tipo de dualidad que podía haber determinado toda la religión judía posterior (que hubiera sido así diferente). En el origen de la realidad se encuentran, según eso, Dios y diosa, lo masculino y lo femenino, formando una pareja sagrada.
Sólo tras el exilio, rechazando (o borrando) esa dualidad y queriendo recuperar, en circunstancias distintas, la figura del “solo Yahvé”, que trasciende la dialéctica de lo masculino y femenino (que no es Dios ni Diosa, sino Señor sin imagen, ni forma), la religión israelita se centrará en un poder superior, que no es ni hombre ni mujer, ni patriarca ni matriarca, aunque simbólicamente tenderá a tomar rasgos que son más masculinos.
En un sentido, se podría hablar aquí de una síntesis o simbiosis, de manera que la unión de las dos figuras (Yahvé y su Ashera) habría desembocado en el surgimiento de un Dios único, que conserva el nombre de Yahvé (que tiende a entenderse en forma masculina), pero que conserva rasgos femeninos de Ashera, es decir, de maternidad, de ternura y amor, como destacaremos al hablar de los profetas (cap. 5º). Eso significaría que el Dios Yahvé recibe, al menos a partir de los profetas, unas propiedades que son femeninas y maternas, y que valen por igual para varones y mujeres.
Pero, en otro sentido, podemos afirmar que más que una simbiosis hay aquí un rechazo y una condena. Ciertamente, el Yahvé profético tendrá rasgos femeninos, pero en su estructura básica dominan unos elementos trascendentes, que toman rasgos sobre todo masculinos (de poder). Por otra parte, esta nueva visión del Dios Yahvé sin pareja ha perdido aquello que constituye precisamente el rasgo más significativo de la Ashera o diosa femenina: su carácter relacional. El Dios que era relación y que así podía entrar más fácilmente en relación con los humanos viene a presentarse como "solitario” (sin imagen, sin compañero), en rasgo que marcará toda la religiosidad judía posterior
[Xabier Pikaza es teólogo y filósofo y escribe en
http://blogs.21rs.es/pikaza/]
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¿Cuánta barbarie existe aún entre nosotros?
Por: Leonardo Boff, teólogo y escritor, 23 04 15
Perversidades siempre han existido en la humanidad, pero hoy, con la proliferación de los medios de comunicación, algunas se hacen más patentes y suscitan especial indignación. El caso más clamoroso fue el linchamiento de la inocente Fabiane María de Jesús en Guarujá en el litoral paulista a principios de este mes de mayo de 2014. Confundida con una secuestradora de niños para prácticas de magia negra, fue literalmente despedazada y linchada por una turba de indignados.
Tal hecho constituye un desafío a la comprensión, pues vivimos en sociedades consideradas civilizadas y dentro de ellas ocurren prácticas que nos remiten a los tiempos de barbarie, cuando aún no había contrato social ni reglas colectivas para garantizar una convivencia mínimamente humana.
Hay una tradición teórica que ha intentado dilucidar tal hecho. En 1895 Gustave Le Bon escribió, quizá fue el primero, un libro sobre la “Psicología de las masas”. Su tesis es que una multitud, dominada por el inconsciente, puede formar un “alma colectiva” y llegar a practicar actos perversos que el “alma individual” normalmente jamás practicaría. El norteamericano H. L. Melcken escribió en 1918 “La Turba”, un estudio mesurado sobre el hecho. Muestra la identificación del grupo con un líder violento o con una ideología de exclusión, que adquiere entonces un cuerpo propio y, sin control, deja que irrumpa lo bárbaro que anida todavía en el ser humano. Freud en 1921 retomó la cuestión con su “Psicología de las masas y análisis del yo”. Los impulsos de muerte subsistentes en el ser humano, dadas ciertas situaciones colectivas, dice, escapan al control del superyó (conciencia, reglas sociales) y aprovechan el espacio liberado para manifestarse con toda su virulencia. El individuo se siente amparado y animado por la multitud para dar salida a la violencia escondida dentro de él.
El análisis más incitante fue hecho por la filósofa Hannah Arendt. En 1961 siguió en Jerusalén todo el proceso del juicio del criminal nazi Adolf Eichmann por crímenes contra la humanidad. En 1963 Arendt escribió un libro que irritó a muchos: “Eichmann en Jerusalén: un relato sobre la banalización del mal”. Y acuñó la expresión “la banalización del mal”. Mostró como la identificación con la figura del “Führer” y con las órdenes dadas desde arriba pueden llevar a las peores barbaridades con la conciencia más tranquila del mundo. Pero no solo en ellos se expresa la barbarie. También lo hace en aquellos judíos a los que desbordaba su odio a Eichmann, exigiendo los peores castigos para él, como expresión también de un mal interno.
¿Qué concluimos de todo esto? Que un concepto realista del ser humano debe incluir también su inhumanidad. Somos sapientes y dementes. En otras palabras: la barbarie, el crimen, el asesinato pertenecen al ámbito de lo humano. Hace miles de años dimos un día el salto desde la animalidad, del inconsciente al consciente, del impulso destructivo a la civilización. Pero ese salto todavía no se ha completado totalmente. Cargamos dentro de nosotros, latente pero siempre actuante, con el impulso de muerte. La religión, la moral, la educación, el trabajo civilizatorio han sido los medios que hemos desarrollado para poner bajo control esos demonios que nos habitan. Pero esas instancias no tienen la fuerza que pueda someter tales impulsos a las reglas de una civilización que procura resolver los problemas humanos con acuerdos y no recurriendo a la violencia.
Hay que reconocer que todavía prevalece en nosotros mucha barbarie. No diría animalidad, pues los animales se rigen por impulsos instintivos de conservación de la vida y de la especie. En nosotros esos impulsos perduran pero tenemos condiciones para volverlos conscientes, canalizarlos para tareas dignas a través de sublimaciones no destructivas, como Freud y, recientemente, el filósofo René Girard con su “deseo mimético” positivo tanto han insistido. Pero ambos se dan cuenta del carácter misterioso y desafiante de la persistencia de ese lado sombrío (pulsión de muerte en dialéctica con la pulsión de vida) que dramatiza la condición humana y pueden llevar a hechos irracionales y criminales como el linchamiento de una persona inocente. Todos pensamos en los linchadores, ¿pero cuáles serían los sentimientos de Fabiane María de Jesús, sabiéndose inocente y siendo víctima de la saña de la multitud que hace “justicia” por su propia mano?
La cuestión principal no es el Estado ausente y débil o el sentimiento de impunidad. Todo eso cuenta, pero no aclara el hecho de la barbarie. Ella está en nosotros. Y a todas horas resurge en el mundo con expresiones innombrables de violencia, algunas reveladas por la Comisión de la Verdad que analiza las torturas y las abominaciones practicadas por tranquilos agentes del Estado de terror implantado en Brasil.
El ser humano es una ecuación aún no resuelta: cloaca de perversidad, para usar una expresión de Pascal, y al mismo tiempo la irradiación de bondad de una Hermana Dulce en Bahía, que aliviaba los padecimientos de los más miserables. Ambas realidades caben dentro de ese ser misterioso ―el ser humano― que sin dejar de ser humano puede ser también inhumano. Tenemos que completar el salto de la barbarie a la plena humanidad. La situación violenta del mundo actual, también contra la Madre Tierra, nos deja aprensivos sobre la posibilidad de que ese salto pueda tener un final feliz. Solo un Dios podrá humanizarnos. Él lo intentó pero acabó en la cruz. Uno de los significados de la resurrección es darnos esperanza de que aún es posible. Pero para eso necesitamos creer y esperar.
Traducción de Mª José Gavito Milano
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La libertad de los campesinos y de los obreros les pertenece y no puede ni debe sufrir restricción alguna. Corresponde a los propios campesinos y obreros actuar, organizarse, entenderse en todos los dominios de la vida, siguiendo sus ideas y deseos. (Ejercito Negro Makhnovista, Ucrania, 1923).