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martes, noviembre 28, 2006

Noticias del Frente Poetico 004

Elegía en carne viva por el bien amado escritor cubano Guillermo Cabrera Infante

epistheme tiene el placer de publicar hoy un sentido trabajo de uno de los mejores orfebres maduros de la palabra incandescente en el Caribe de habla hispana. Se trata de una elegía escrita por el poeta kiskeyano Francisco Rodríguez de León (Paco), economista, profesor universitario y bejike del Santo Cerro, quien reside desde hace años en la diáspora del yukayeke del Alto Manatán (Dominican Heights), Nueva York. La misma está dedicada al "alquimista” de la lengua popular cubana Guillermo Cabrera Infante, ido en silencio en Londres el 21 de febrero de 2005. De alguna manera, este trabajo transgresivo e inconfundiblemente caribeño, nos recuerda el llanto de Aquiles ante la muerte de Patroclo, guardando las abismales distancias temporales y las diversidades culturales, como diríamos hoy.

Rogamos y agradecemos a los/as lectores/as más sensibles de epistheme -- quienes pudiesen sentirse ofendidos o escandalizados ante un “mal de pelea” por la partida de un ser querido, o quienes tengan dificultad en entender cómo el dolor profundo puede tornarse a veces en humor zaherido – que se abstengan de continuar leyendo este trabajo escrito en carne viva.

Yaguarix

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Pavesas para un Infante difunto

Francisco Rodríguez de León

En estos días de masivas muertes planetarias planificadas, inmediata y mediáticamente transmitidas, la de Guillermo Cabrera Infante (1929-2005) sobrevino casi solitaria y apenas percibida. Este escritor cubano fuera de serie, uno de los más celebrados, a la vez que heterodoxos, de los latinoamericanos radicados en Europa, mayormente en Barcelona y París, a partir de las décadas de los sesenta y setenta del siglo 20, nació en el poblado de Gibara, provincia de Oriente. Hijo de padres fundadores del Partido Comunista–– luego Partido Socialista Popular (PSP)–– y de su órgano impreso, el diario Hoy, llegó con su familia a La Habana en 1941, a la edad de 12 años. Desde entonces, la ciudad sería su mundo, como él mismo afirmara.

Humillado innecesaria y torpemente por el gobierno al que había servido en su condición de editor y comisario literario en el suplemento Lunes de Revolución, y como agregado cultural en Bruselas, después, en1965, GCI desertó de su posición para convertirse, hasta su muerte, en uno de los más ácidos denunciadores del régimen que ha gobernado su país desde 1959. Dada su personlidad y las duras circunstancias que acompañan a todo acontecer revolucionario, es probable que aún en ausencia del referido trato vejatorio, el desenlace para nuestro autor hubiese sido el mismo.

Nunca estimamos demasiado, antes bien deploramos, sus ensayos seudopolíticos derivados en chismes y banalidades. Si bien exhibían rasgos de su prodigiosa alquimia verbal exhilarante y expresaban la tragedia del exiliado en todo su derecho a denunciar a los adversarios y a solidarizarse con los suyos, nos parecían arbitrarios y, salvo alguna que otra excepción, inecuánimes e intrascendentes.

Pero esas son consideraciones para otra ocasión y circunstancias.

En 1952, al inicio mismo de la otra dictadura que en marzo de ese año encabezara el coronel y ex-presidente (1940-44), Fulgencio Batista, la revista semanal Bohemia, entonces la más importante de Cuba, con circulación en Estados Unidos y América Latina, y en la que era redactor, publicó su primer trabajo literario remunerado. Ese primer éxito, un relato que más tarde titularía "English Profanities" por contener algunas palabras y expresiones subidas de tono en dicho idioma, le valió enseguida su primer fracaso en la forma de arresto y abultada multa. Acusado de obscenidad contra la correcta y muy puritana sociedad cubana, mientras lo conducían a la cárcel, sus conocimientos sobre la materia iban siendo enriquecidos con las impublicables lindezas que los agentes vestidos de civil propinaban a las atractivas viandantes habaneras.

De esa experiencia, que a par de una suspensión por dos años en la universidad le acarreó la negativa del director de la revista a publicar futuras colaboraciones de un nombre ya maldito, nació G. Caín, seudónimo detrás del cual se hizo un desconocido famoso através de su columna semanal de crítica de cine en la revista Carteles, hasta su cierre en 1962. En lo adelante, decir Caín significaba cine, el arte que de verdad lo seducía y el cual trataba de proyectar en su escritura, hecha de imágenes verbalizadas. Además de varios guiones cinematográficos, incluídos los de Under the Volcano (Al pie del volcán, basada en la novela de Malcom Lowry) y Lost City (Ciudad perdida), filmada en Santo Domingo en 2004 y recién estrenada, tres libros suyos están dedicados al cine: Un oficio del siglo XX (1973), selección de sus artículos de crítica en Carteles, Arcadia todas las noches (1978), también de crítica, y Cine o sardina (1997). En 1997 recibió el premio Cervantes, el más prestigioso de España.

GCI se instaló en nosotros de forma perdurable a partir de Tres tristes tigres (novela, premio Seix y Barral), y Así en la paz como en la guerra (cuentos, 1960), ––una celebración de la noche habanera escrita, como explicara el propio autor, en el dialecto cubano y estilo experimental––sólo rivalizado en nuestro sanctorum literario por el entrañable maestro y amigo Pedro Mir, Poeta Nacional dominicano y narrador él mismo –desde hace cinco años también ya corporalmente lejos de nosotros–, con quien nos tomábamos la licencia de llamarle Pedrito. De padre cubano, madre puertorriqueña, y casado con la habanera Carmina Mesejo, Pedro residió en la capital cubana desde finales de la década de los cuarenta hasta su regreso a Santo Domingo, en 1963. Casi al final de su estadía cubana conoció a Caín, con quien alguna vez coincidió en el oficio periodístico. A propósito, en momentos de maratónica intimidad conversatoria compartíamos con Pedrito la afición ––en nuestro caso, adicción–– por el griot literario habanero de las habaneras, mientras conjugábamos, según el léxico miriano, el muy sabroso verbo rioja.

En Tres tristes tigres, con sus parlanchines e irreverentes personajes Bustrófedon, Cué y Silvestre (encarnación de sí mismo), Cabrera Infante refleja la influencia lingüística del irlandés Joyce, cuya obra Dubliners tradujera en 1972.

Tan adictos nos hicimos a las tiradas y personajes cabrerianos, que ya no podríamos decir cuántas veces hemos releído el cuerpo de sus narraciones o simplemente tal o cual fragmento de su voluptuosa anatomía.

Cuando por fin, tras de amenazar con ello y mantenernos en vilo durante años, apareció La Habana para un infante difunto (1979) – cuyo género ni él mismo ha podido ubicar precisamente– con devoción gozosa rayana en el trance nos embarcamos en aquel largo viaje erótico-literario, plagado de vulgaridades vividas y declaradas en el mejor estilo habanero, es decir, chispeante y sin complejos. Al cabo de la travesía hedonista, llenos de melancolía por lo irrecobrable de aquel mundo vicariamente asumido y uno de cuyos objetivos ––influencia hollywoodense de entonces–– era la búsqueda obsesiva de bellezas rubias, casi siempre ficticias, emergimos efectivamente más tristes pero más sabios.

Después de tan virtuoso recorrido, cuán difícil nos resultaría en lo adelante acometer los textos de quienes se toman la vida y así mismos tan en serio. Sólo recientemente, a dos décadas del pecaminoso viaje a través de las calles, los cines, los h(m)otelitos y las fondas de La Habana, de los cuerpos y las mentes de las habaneras, hemos vuelto a encontrar placer literario semejante, esta vez en ese otro largo viaje autobiográfico y lleno de sensualidades que nos ha proporcionado la memoriosa imaginería garciamarquiana en su Vivir para contarla (2004).

Lo de Caín fue un relajo, el relajo cubano verbalizado en el choteo habanero por un literato, oficiante pertinaz de la crónica cinéfila, de la noche habanera y su bestiario, y por supuesto, de sus desinhibidas evas.

¿Qué mejor introducción a la vida de la otrora capital caribeña del placer, que la irreverente, gozosa, jocosa, irónica, traviesa presentación del emcí del show de Tropicana, en las páginas iniciales de Tres tristes tigres?

¡Cuán fácil encariñarse con Margarita del Campo, la actriz de televisión que sólo se dejaba querer en la sedosa, seductiva oscuridad de la habitación que ocultaba la quemadura casera que de niña le desfigurara la parte izquierda del pecho, y que debió regresarse sola a su trabajo en Caracas, ante la negativa del amante narrador a seguirla y abandonar su Habana!

¿Cómo no recordar al grupito juvenil de Olga Andreu, Guillermito incluído, elucubrando abracadabras verbales a costa de sus amados pececitos de colores? ¿La promiscuidad del falansterio de Zulueta, frente al Parque Central, residencia del autor adolescente y su familia, donde la vecina desdentada solía entrar con el cubo de agua a la habitación del señor más serio del lugar y salir sospechosamente mucho tiempo después, llegando cierta vez a proclamar a pulmón batiente, "¡Yo soy muy bien amada! ¡A mí me maman muy bien!"; o la variante que sobre el mismo tema solía perpetrar la bella muchaha chinocubana objeto de todas las miradas del solar, "¡A mí lo que me gusta es que me singuen bien!". Orgásmicas fanfarronadas vaginales sin encajes que contrastaban con la más simbólica del tímido inquilino que perdida la ecuanimidad en fiestas navideñas con sus implicaciones alcohólicas, lanzara en la nocturnidad de aquella cuartería de por sí ya crepitante, la no menos escandalizadora, fatamorgánica y muy pirotécnica confesión,"¡Candela, que me den candela!".

Inefable figura adicional en aquel antro incestuoso de gleba sublevada, la del mulato que se declaraba costurera y era el amigo de todas, la madre de Guillermito entre ellas, con quienes compartía entre puntadas los chismes caseros, el último capítulo de la radionovela y otras realidades del mundo de allá afuera. El día que lo fueron a arrestar de nuevo, no precisamente por coser sino por coger públicamente, reincidente y veterano de esos lances como era, conforme iban bajando las escaleras se despedía de sus apenadas íntimas de cada piso como si lo llevaran al carnaval de Río: "¡Adiós, muchachas, no saben cuánto voy a goo-zaar allá adentro! ¡Les escribo!". Y uno ya puede imaginarse los rostros maliciosos de aquellos policías habaneros que se lo llevaban, acostumbrados a escuchar todos los días a Tres Patines y La Tremenda Corte

De los personajes mitico-reales del narrador sobresale la voluminosa Fredy, La Estrella, la que cantaba boleros, exclusivamente boleros, y la voz más potente del "chowcito" –la descarga que al final de la presentación regular, ya en tierra de la madrugada, armaban los noctámbulos de algún nightclub venido a menos–, que desconectaba de un tirón la bellonera y cantaba sin acompañamiento ni micrófono, no sin antes humillar a la rubita menuda que tenía al lado con un sarcástico, "Esta niña, súbete en una silla"; ella, la del cuerpo chocolate oscuro que se incrustó a la fuerza en el apartamento de uno de los tigres y difundía entre los amigos falsos testimonios contra su protector involuntario; la que murió en México, donde había conseguido algún contrato de grabación, y fuera regresada a La Habana en descomunal sarcófago con hielo que apenas si podía conservar su desbordante humanidad ya silenciada.

Pero en esa galería delirante se yergue como un icono, paradójica y justamente iconoclasta, Julieta, Julieta Estévez de la ficción mas no de los Espíritus. Especialmente ahora que la profesora Olga Connor, experta cabreriana, la ha traído a primer plano en la serie dominical de comentarios y reminiscencias que sobre el narrador y su obra venía publicando en un diario miamense.

Teatrista dorada, inagotable, inalterable, inatrapable, indoblegable, inigualable, inolvidable, insaciable, insondable, irreducible. Julieta Astoviza de la vida real, arqueóloga del sexo en la ciudad frente al golfo y su sol alucinante. Iniciadora de neófitos en la fragorosa senda del placer sin retorno y castigadora incisiva de indecisos a la vista del follaje, con frase lapidaria: "El amor es húmedo y a veces no huele bien”; hetaira blonda, que tan generosamente se prodigara sin condiciones, o más precisamente con una, sólo una: escuchar El mar, de Debussy, mientras durara la ceremonia mágica del acto amatorio.

¿Qué tipo de narrativa es la de Cabrera Infante, en la que realidad y ficción cohabitan en las gozosas dimensiones de un lenguaje irreverente, obsesivamente aliterante, nada literario y, sin embargo, hilvanado con mil y un artificios verbales y una técnica que la hacen, precisamente, literatura? ¿Testimonio literario ligero, sin la carga acostumbrada de intenciones trascendentes? Ciertamente, lo que encontramos en La Habana para un infante difunto y Así en la paz como en la guerra, mas no completamente en Tres tristes tigres, experimento tridimensional de páginas en blanco, caleidoscopios y espejos verbales, amén de las densas, diletantes páginas de la parte final de corte existencialista o bien las destinadas a la crítica críptica del régimen.

Egocéntrico cabal y obsesivo, desde su coto literario coincidió en ese terreno con su némesis política: fue un Anti-Castro. Esa denuncia obsesiva de Castro es evidente en Mea Cuba (ensayos, 1992) y en innumerables entrevistas. Al final, como convenía a su dramatis persona de infante terrible, su muerte trastoca los términos de la leyenda bíblica fundacional –Caín mató a Abel– si bien figurativamente y sólo por aquello de sobrevivencia: Fidel mató a Caín.

Para nuestro gozo, y por un descuido tan inexplicable como afortunado, nos quedan por degustar, entre las publicadas, dos obras cabrerianas a las que aún no hemos hincado el ojo, y la mitad de una tercera, Puro humo (Holy Smoke, en la edición original en inglés), que en estos días llevamos a cuesta. Pero falta una postrer entrega aún por publicar, igualmente (¿podía ser de otra manera?) sobre el discurrir habanero: La ninfa constante.

Nadie ha sabido sentirse tan habanero, sin serlo por nacimiento sino por adopción, ni recoger el pálpito de aquella ciudad vital, hedonista y chispeante, con la vitalidad, el hedonismo y la chispa con que lo hizo Caín, al que nunca tuvimos la ocasión ni la licencia de llamar Guillermito, como hacían sus entrañables. Y a quien, a guisa de epitafio agradecido por los gratos momentos que su ingenio y su talento nos han proporcionado, quisiéramos despedir parafraseando aquella estrofa de Cavafis, que desde el brumoso Londres de su residencia citara cierta vez con tanto acierto él mismo, para describir el derrumbe del que fuera su mundo, su ciudad irrepetible:

Itaca te dió el bello viaje, sin ella no hubiese sido posible.
Si la dejaste pobre, no te ha decepcionado.
A tu edad y tu experiencia, debías saber cómo son las Itacas.


Nueva York, 2005-2006

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