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martes, junio 05, 2007

Noticias del Frente Ancestral 022

CAMINOS DE LA TEOLOGÍA INDIA (1/3)


Por: Eleazar López Hernández
Cenami, México. 1997


INTRODUCCION

Toda teología, como palabra que muestra o demuestra nuestra búsqueda de la trascendencia de la vida es, en sí misma, un camino o un conjunto de caminos que intentan desentrañar, para luego comunicar, el misterio profundo del mundo, del ser humano, de Dios. La principal preocupación en la teología ha sido descubrir y expresar ese sentido profundo que los seres humanos damos o encontramos en la vida y en la realidad entera. No es tarea de la teología hablar de las cosas como son, es decir, del ser que resulta de la realidad histórica, sino como debieran ser, esto es, en confrontación con la intencionalidad más profunda que Dios y nosotros le ponemos a las cosas. Este sentido trascendente de la historia y de la creación es la motivación primera de la teología. Por eso no se la puede ubicar propiamente en el ámbito de la academia y de las ciencias. Ella está más allá porque trata de realidades que no son tangibles por los sentidos, sino perceptibles únicamente por la fe. Pero tampoco se puede reducir a los ámbitos puramente religiosos o sacrales; porque abarca toda la realidad humana.

Evidentemente, para poder comunicar el contenido profundo de la teología, los pueblos acuden necesariamente al lenguaje de la cultura, a la palabra hablada o escrita, con el fin de intentar expresar esa experiencia que se refiere a realidades trascendentes. Y mientras más profunda es la experiencia es mayor la inadecuación del lenguaje para externarla. Por eso, más que la modalidad discursiva o especulativa, en la teología echamos mano del lenguaje total, que está conformado de símbolos, gestos, ritos, palabras y hasta de silencios, que podemos saturar de contenido.

El acto primero e indispensable es la experiencia de fe en Dios. La teología viene a ser el acto segundo que expresa y comunica esta experiencia. Y mostrando con la palabra teológica el sentido trascendente de las cosas, recreamos el mundo y también nos recreamos a nosotros mismos al traer a la memoria las razones últimas de nuestra existencia. Con la teología podemos devolver al mundo y a nosotros el sentido o intencionalidad originaria, querida por Dios. Nombrar las cosas es darles existencia y hablar del sentido trascendente es dar viabilidad histórica a esta trascendencia. De ahí la importancia de la teología también para transformar el mundo.

Estas cosas, que se aplican a toda teología -cristiana o no cristiana-, son, desde luego, extensivas también a la Teología Indígena, que ahora emerge, como Lázaro, de la tumba donde se la ha querido sepultar. Pero, dado que en las teologías cristianas, más reconocidas y apoyadas institucionalmente, se ha enfatizado la comunicación de la vivencia trascendente mediante el uso de un lenguaje discursivo y racionalista, y en las teologías indígenas el acento es la misma vivencia de la trascendencia, que se comunica en lenguaje simbólico, pareciera que entre ellas hubiera barreras infranqueables. Pero en realidad no existen tales barreras; ya que ambas teologías comparten la misma realidad trascendente, que es Dios, el mismo sujeto creyente que es el pueblo pobre y, a menudo, los mismos caminos andados en cuanto a la comunicación de la experiencia teologal. A ello se debe que sea posible entablar relación entre ambas teologías y encontrar sus espacios y mecanismos comunes de funcionamiento. Máxime cuando el sujeto de estas teologías son comunidades indígenas que ya son cristianas, y que han iniciado procesos de síntesis de las dos vertientes espirituales que conforman su vida.

Pero para analizar los caminos de la teología indígena con justicia, es preciso superar los viejos estereotipos manejados en la etapa colonial. Viéndola con ojos condenatorios o devaluatorios jamás se podrá comprender la grandeza de sus aportes. Debemos acercarnos a ella descalzos y con espíritu optimista, pero sin idealismos enajenantes, a fin de calibrar la solidez de esta palabra teológica indígena, apreciando sus amplios horizontes y sus límites también.

Cuando aquí hablamos de Teología India o Indígena en singular estamos intentando globalizar deliberadamente realidades muy diversas y plurales. Porque no existe una única Teología India, sino múltiples teologías indias, cada una caminando por senderos propios según el Espíritu le inspira y según las circunstancias históricas le permiten actuar.

Englobar a todas las Teologías Indias en explicaciones unitarias es una exigencia de la necesidad de contar con parámetros amplios que sean capaces de ayudarnos a comprenderlas y valorarlas. Pero esta globalización también es resultado de la situación actual de los pueblos indígenas que, al estar sometidos a las mismas estructuras dominantes desde hace mucho tiempo, han elaborado respuestas similares y convergentes, en todos los niveles incluido el religioso y teológico. La Teología India se está configurando hoy como un modo de hacer teología; porque es atreverse a pensar las cosas de Dios y nuestras cosas más profundas en categorías propias; es echar mano de las herramientas de conocimiento producidas por la sabiduría de nuestros pueblos para expresar nuestra experiencia de Dios; es pensar con nuestra propia cabeza la fe que vivimos. Es activar nuestro Hardware o disco duro para manejar el cúmulo de información que tenemos de Dios, del mundo y de nosotros mismos. Es lo que hace comúnmente nuestro pueblo. Y a los profesionales o carteros que llevamos esta información a foros más amplios nos toca mostrar que no se opone a otras modalidades de hacer teología.

La categoría india, aunque impuesta desde el exterior, ha hermanado a nuestros pueblos en el dolor, en la resistencia y en la elaboración teológica. Por eso ha sido relativamente fácil convocar encuentros de teologías indias o indígenas y lograr rápidamente consensos amplios, porque existe una gran cantidad de elementos comunes, y temáticas que nos hacen converger.

En base a esta constatación es posible hablar hoy de características comunes a todas las teologías indias o indígenas y sacar conclusiones de contenido y de método que pueden ser aplicables a todas, sin menoscabo del particular proceso de desarrollo de cada una. Esto no quiere decir que hacemos a un lado que existen múltiples teologías y caminos teológicos diferentes en cada una de las etapas vividas por nuestros pueblos. Con esquematizaciones globalizantes no queremos caer en simplismos que acaban haciendo injusticia a la multiforme presencia anterior y actual de la Teología Indígena en nuestro continente.

1. TEOLOGIAS ORIGINARIAS

Antes de hablar de lo que son, en sentido estricto, las teologías indias, es decir, aquellas que surgieron en el contexto de los últimos 500 años, debemos aquilatar los procesos teológicos elaborados en el transcurso de la etapa anterior. Etapa que no es cualquier insignificancia del pasado, pues representa un larguísimo camino andado por los pueblos originarios de este Continente, de más de 30 mil años, donde están almacenados milenios y siglos de búsqueda de humanización y de encuentro con Quién es la fuente de la vida. Ese prolongado camino ciertamente no fue continuo, uniforme o unilineal, sino andadura hecha de anchas y preciosas avenidas, pero también de pequeñas veredas, atajos y desvíos asumidos en medio de tensiones y contradicciones.

En un intento atrevido por simplificar esa compleja realidad, quiero ofrecer aquí algunas consideraciones esquematizadoras que a mí me han ayudado para la comprensión del amplísimo pasado de nuestros pueblos. Y no de todos; pues hablo especialmente a partir de mi experiencia dentro de la etnia Zapoteca, a la que pertenezco, y también del conocimiento que tengo de la macrocultura mesoamericana. Espero que mis aportes igualmente sean de utilidad para otros contextos.

a) Cuando los indígenas éramos pueblos nómadas

Si comprobamos que en Aridoamérica, en la Amazonía, en el Chaco y en las selvas tropicales, muchos pueblos indígenas de hoy siguen siendo nómadas o viven esquemas culturales que son propios de las sociedades de caza y recolección; y si, además, nos percatamos de que la sedentarización llegó a los demás pueblos de este Continente por la agricultura hace no más de cinco o seis mil años, podemos darnos cuenta del enorme período de tiempo que abarca el esquema nomádico en nuestra realidad. Abarca más del 70% de nuestro caminar histórico.

El nomadismo es el punto de partida y la referencia obligada de todos los pueblos indígenas de América. Por eso debe ser revalorado al analizar las teologías indígenas. Porque a menudo se le han endilgado epítetos como primitivismo, barbarie, salvajismo, dando a entender que es algo del pasado que ya está superado o que debe ser superado cuanto antes. Cuando en realidad es la ciénega o el manglar biogenético de donde ha surgido casi la totalidad de nuestra vida.

En el nomadismo la cultura material de nuestros pueblos no se desarrolló aparatosamente. Casi no existen grandes obras materiales que den constancia del esplendor de esta etapa. Si las hubo, el paso del tiempo las borró con facilidad, pues su manufactura no era de características perdurables. Sin embargo la cultura espiritual de esa época fue muy fecunda y produjo frutos que aún perviven. Gran parte de los mitos indígenas actuales, incluso de aquellas comunidades que se han urbanizado, son de origen nomádico.

Lo mismo pasó con los pueblos de la Biblia e incluso con el conjunto de la Religión cristiana. Los grandes aportes culturales y religiosos vienen del mundo nómada del desierto. Por eso el desierto, como tema teológico-bíblico, es el lugar del encuentro o reencuentro de la identidad primera de los creyentes y, en consecuencia, del encuentro también con Yahvéh Elohim.

En el nomadismo indígena la naturaleza aparece como la mediación más importante de Dios; como el sacramento de su presencia. Es la Madre Tierra, el Fuego Nuevo, el Viento Huracanado, el Manantial de Agua o la Cascada, el Cerro Proveedor de vida o Protector de la comunidad. Esta pluralidad de manifestaciones divinas hace hablar a nuestros pueblos con una pluralidad de nombres de Dios. Lo que lleva a pensar a misioneros y analistas foráneos, que nuestros antepasados eran politeístas. Pero no es así. Los diversos nombres de Dios lo único que testimonian es la rica gama de percepciones que el pueblo tiene de El a través de la naturaleza.

En Mesoamérica Dios es Cipactli, es decir, la Energía Originaria de la vida, simbolizada en el Fuego, en el Jaguar, en el cocodrilo o en la Serpiente en movimiento. Para que la vida exista Cipactli es sacrificada, y los miembros de su cuerpo se transforman en las distintas expresiones de vida que ahora existen: Son los cerros, ríos, cuevas, árboles. Por tanto toda la creación es expresión de Dios y está al servicio de la vida.

En el esquema religioso y teológico del nomadismo Dios lo es todo, y todo tiene que ver con Dios. En consecuencia de El hay que esperarlo todo. La caza y la recolección son el medio privilegiado de conseguir el sustento humano. Dios es la Madre providente que nos da lo que necesitamos y nos amamanta en el momento preciso. Simplemente hay que acudir al lugar adecuado para recibir lo que necesitamos. No existe propiamente el sentido de trabajo como después se tuvo.

El espíritu nomádico engendra pautas típicas de comportamiento, que no siempre son bien interpretadas por los que ya no somos nómadas. Por ejemplo el aparente conformismo o apatía indígena ante las carencias y ante la muerte, así como la capacidad de aguante al dolor, o la conciencia de que sólo Dios es permanente, pues nosotros somos peregrinos y caminantes en este mundo.

En el pensamiento nomádico, se acentúa el principio de que hombres y animales somos hijos de Dios, y estamos puestos en el mundo para reconocerle y darle gracias, para bendecir su nombre, para alabarle y reverenciarle (Cf. Pop Wuj). No somos el culmen de la creación, aunque podemos llegar a ser los únicos interlocutores capaces de cumplir cabalmente el mandato divino.

Frente a los demás seres de la creación, el hombre y la mujer estamos llamados a mantener la armonía del cosmos, con un respeto y una relación armónica con todo cuanto existe dentro de esa mediación de la presencia y de la voluntad divina, que es la naturaleza. Cuando los seres humanos no cumplimos con ese deber viene el desastre. Dios, como energía de vida, es pródigo en generosidad, pero también impredecible en su capacidad de destrucción: Los volcanes, terremotos, diluvios, huracanes son manifestación de ese poder divino, que a la vez que construye, también puede desbaratar y matar. Por eso hay que aprender a convivir con esta faceta difícil de la Divinidad. Muchas de las expresiones de religiosidad indígena -como pedir permiso al Dueño del monte o del cerro para cortar un árbol o cazar un animal-, perpetúan, hasta nuestros días, ese deseo muy antiguo de mantener contento a Dios para que no nos muestre un rostro airado por causa de un quebrantamiento involuntario de sus leyes inscritas en la naturaleza.

Del mundo nómada heredamos ese principio ecologista de convivir armónicamente con el conjunto de la creación. No hay que forzar a la naturaleza para que nos dé lo que queremos. Más bien hay que colaborar con ella. Nosotros no somos superiores para estar por encima de ella, para dominarla o explotarla, sino parte integrante de ella. Ella es la Casa Grande de la familia humana. En cualquier trozo de ella estamos en el regazo de Dios. Por eso vivir en cuevas no era una deshonra, sino un privilegio.

Casi todos nuestros pueblos ponen su origen en una cueva, de donde después salimos y nos dispersamos por la tierra (Cf. mito de Chimoztoc). Antes de salir éramos todos hermanos y hablábamos la misma lengua, pero al dispersarnos empezaron los pleitos y las divisiones. Ya no nos entendimos. Sin embargo algún día retornaremos a esa matriz originaria y volveremos a ser hermanos.

La vinculación estrecha del ser humano con la naturaleza la expresamos, en Meso América, con el fenómeno del nagualismo, es decir, con el planteamiento de que cada ser humano tiene su contraparte animal en la naturaleza. Lo que le pasa al nagual o tona le pasa automáticamente a su cuate humano. Por eso debemos cuidar la naturaleza; porque, si la dañamos, podemos causar muerte a nuestro nagual y, por ende, a nosotros mismos. Este sentido ecologista profundamente cosmoteológico es muy antiguo en nuestros pueblos amerindios.

La etapa nomádica, en muchos aspectos, caló en lo más hondo del ser humano, haciendo planteamientos sobre Dios, sobre nosotros mismos y sobre el mundo, que siguen siendo válidos en las circunstancias actuales. Porque son verdades perennes de la vida, que hoy podemos retomar para reconstruir el mundo dándole sentido humano y divino.

b) Cuando los indígenas nos hicimos pueblos sedentarios

Esta etapa es radicalmente distinta de la anterior. Y, como ya dije, no todos los pueblos del Continente dieron el paso hacia ella. Y quienes lo hicieron, hace aproximadamente cinco o seis mil años, no por ello son mejores que los otros. Simplemente son diferentes porque cambiaron de eje en la elaboración de sus culturas, a partir del hecho nuevo de que, con la sedentarización y la agricultura, ellos modificaron su relación con la naturaleza, mediante procesos de domesticación de ella y por el uso de tecnologías de producción agrícola. Por lo tanto la concepción del mundo, del hombre y de Dios también sufrió cambios substanciales.

En el esquema de vida sedentaria el ser humano adquiere un protagonismo que antes no tenía. Ya no es únicamente creatura de Dios, que espera paciente o providentemente todo de El, sino que, con su esfuerzo personal o colectivo, busca acelerar la acción divina. Se puede decir que el hombre sedentario y agricultor pasa de la perspectiva cosmoteocéntrica del nomadismo a la perspectiva antropoteocéntrica, donde Dios y el ser humano construyen juntos el mundo. Lo cual no quiere decir que él abandona totalmente los esquemas anteriores; más bien los readecua a las nuevas circunstancias reformulándolas. En el mundo mesoamericano el camino cultural y teológico se fue haciendo no por procesos de resta o eliminación de lo anterior cuando algo nuevo llega, sino por suma o acumulación de lo nuevo a lo antiguo que se reformula. Este modo de actuar polisintético dio origen a una sabiduría milenaria donde se fue sedimentando o decantando lo mejor de la experiencia humana.

Los mitos agrícolas que explican el origen de todo, hablan, en este período, de una acción conjunta entre Dios y el ser humano. Ante el caos original, simbolizado con la caída del cielo sobre la tierra, según la perspectiva mesoamericana, Dios Quetzalcóatl y su Cuate, Tezcatlipoca, intentan levantar el cielo metiéndose uno en el oriente y otro en el poniente; pero no logran su cometido. Entonces crean a cuatro seres humanos quienes, en pareja, entran dos por el norte y dos por el sur. Y caminando todos se encuentran en el centro, que es el ombligo o lugar de la trascendencia. Ahí Tezcatlipoca se convierte en un enorme árbol, que llevando en la punta más alta a Quetzalcoatl y en sus ramas a los cuatro seres humanos, levantan el cielo y lo ponen como ahora está. Este mito lo ritualizan periódicamente los llamados “Voladores de Papantla”.

Este es el mito fundante que se repite, con algunas modificaciones, en toda el área mesoamericana. Dios ya no es únicamente Alguien a quien reverenciar, sino Alguien con quien colaborar. Nosotros necesitamos de El. Pero El igualmente necesita de nosotros. Por eso, más que Padre o Madre, Dios es ahora un Hermano, un Compañero de camino, un Cuate, como decimos en México. Esta concepción teológica automáticamente eleva al hombre a la categoría de cocreador. Y a la naturaleza la concibe como el resultado de la obra creadora de Dios y del ser humano. Es ahora la Casa Grande que hay que construir entre todos y para todos. Y esto se logra en la medida en que los seres humanos participamos responsablemente con Dios en la organización constante del mundo.

A Dios ya no se le ve como el solitario Todopoderoso, sino como el Hermano necesitado, que pide solidaridad para hacer posible la vida. En los mitos de este período aparece frecuentemente en la figura del pobre, del enfermo, del caminante, del forastero, del diferente. Por eso el otro, el que no es como todos, empezó a ser considerado como enviado o venido de Dios: Los bizcos, los deformes, los albinos eran llamados hijos de Dios y se les prodigaban atenciones especiales.
La mayoría de los pueblos sentía tan cercano a Dios que lo simbolizaron también en el alimento producido por la comunidad: maíz, papa, mandioca, banano. Estos productos son la vida que resulta del don de Dios y del esfuerzo humano. Por eso el acto de consumir los alimentos es la expresión más plena de comunión con Dios, con la naturaleza y con los demás hermanos. Por tanto es una acción profundamente sagrada, que no se puede realizar de cualquier manera. Existen rituales de inicio y de finalización, gestos y nombres de comidas que manifiestan esta trascendencia del acto cotidiano de alimentarse. Porque es la culminación de una obra llevada a cabo con esfuerzo, paciencia e ilusión de parte de Dios y del ser humano.

Meso América se constituye en cultura grande y floreciente precisamente por el cultivo del Maíz. Ella es la gran cultura del Maíz. Todo tiene que ver con esta planta cultural, que es resultado de la acción humana de combinar diversos genes biogenéticos de la antigua teozintle hasta convertirla en el maíz que ahora tenemos. Y si el hombre mesoamericano inventó el Maíz, también el Maíz hizo posible al hombre mesoamericano. El está hecho radicalmente de Maíz. Y Dios tiene que ver entonces con el maíz: es Zintéotl o Dios del Maíz. Y hay tanta variedad de seres humanos cuanta variedad hay de Maíz: rojo, negro, blanco, amarillo.



Es aquí donde surge el gran aporte mesoamericano cifrado en la figura de Quetzalcóatl. De acuerdo a la cosmovisión quetzolcoátlica la creación tiene dos componentes esenciales: Cielo (Uno) y Tierra (Dos). La antigua energía originaria de Cipactli, es representada en esta etapa como dos serpientes trenzadas. Al separar a estas serpientes poniendo una arriba, que es el cielo, y otra abajo para ser la tierra, se hace posible la vida. Y mantener a cada uno en su lugar convirtiendo el espacio entre ambos en matriz de vida es tarea de Quetzalcóatl y de aquellos servidores que, imitando a Quetzalcóatl, sostienen con una mano el cielo y con la otra la tierra, o se mueven entre el cielo y la tierra como las aves. Son los hombres o mujeres emplumadas que actúan como caballeros Aguila o Zoapiltzin. Ellas y ellos son llamados Quequetzalcóatl, porque, como él, organizan el mundo y mantienen la vida. Y su número simbólico es el tres. Son también el viento (Ehecatl) o el trueno (Chac o Cocijo), que trae la lluvia (Tlaloc).

A los servidores de la comunidad, también se les conceptualizaba como sabios o sabias, porque guían al pueblo por la vida y por el bien. Son antorchas (ócutl) que no se apagan y que no humean; son espejos (tezcatl) donde todos podemos mirar nuestro rostro verdadero. Y son sabios porque manejan el rojo (amanecer) y el negro (atardecer); conocen, por tanto, la vida y la muerte, el gozo y el dolor, el día y la noche.

La consecuencia de esta perspectiva teológica es que el sacramento de la presencia de Dios, lo es ahora el ser humano en cuanto que, con su esfuerzo o trabajo, organiza al mundo para la vida. Es decir que por su servicio, como comunidad o pueblo, asume el proyecto de vida de Quetzalcóatl. Dios no habita en templos, sino que vive en el corazón de mi hermano el hombre, afirmaba Netzalhualcóyotl en ese tiempo.

Por lo tanto estamos ante un concepto teológico muy elevado, que fue la fundamentación más sólida del alto nivel humanista alcanzado por los pueblos mesoamericanos: Toltecas, Nahuas, Mayas, Zapotecas, Mixtecas. El reflejo de esta grandeza dio pié a quienes la percibieron y admiraron en los indios, en la época colonial, a hacer parangones con el planteamiento cristiano de la encarnación del Verbo o a suponer había venido hasta acá Santo Tomás o algún otro de los Apóstoles. Porque no cabe duda que el ideal quetzolcoátlico muestra increíbles similitudes con el planteamiento de la encarnación del Verbo, que tiene que ver con la humanización de Dios y el endiosamiento del hombre.

El ideal quetzalcoátlico implicaba una apropiación comunitaria o comunal de la tierra, una tecnología productiva, adecuada pero no agresiva para la naturaleza, un ejercicio del poder político como servicio, y una perspectiva religiosa centrada en Dios que se preocupa por el crecimiento de la vida del pueblo. Esto llevó a los habitantes de Meso América a forjar altas civilizaciones, cuyos obras monumentales causan asombro aún hoy a quienes las miramos.

Con el modelo quetzalcoátlico surgieron poblaciones perfectamente estructuradas y autosuficientes, que eran regidas con autonomía bajo la guía de sabios líderes civiles y religiosos, y confederadas a distintos niveles de anfictionías hasta llegar a la macro integración cultural llamada Mesoamérica. Esta gran región abarcaba amplísimas extensiones de territorio: desde la parte sur de lo que hoy es Estados Unidos hasta el norte de Panamá; y mantenía contactos con otras confederaciones similares como el Incario que cubría desde el sur de Colombia hasta el norte de Argentina y de Chile. Eran miles de kilómetros y una gama enorme de pueblos diferentes entretejidos, como un petate, en proyectos comunes de sociedad. A partir de células sociales pequeñas, como los Calpul-li y los Ayllu, se fue entramando un complejo tejido social que articuló procesos amplísimos de confederaciones de pueblos, que dieron como resultado ciudades-estado como Tula, Teotihuacán, Tikal, Cuzco, Tihuanaco y otras.

A la cabeza de estas ciudades-estado se hallaban el Halach Huinic entre los Mayas, el Talacaélel entre los Nahuas, el Xuaana’ entre los Zapotecas, el Inca entre los Quechas. Ellos eran la máxima autoridad civil y religiosa que concentraba un poder inmenso cuyo ejercicio resulta difícilmente comprensible en la lógica occidental, sino no se le añade una dosis muy grande de violencia.

Durante el período de ascenso de estas civilizaciones hubo muchos mecanismos para mantener el ejercicio de este poder en función de la promoción y defensa de la vida. Por eso tales “imperios” perduraron mucho tiempo sin necesidad de acudir a la fuerza de las armas. Las ciudades indígenas de la época de mayor esplendor no tenían murallas, pues no las necesitaban. El consenso social era suficiente y se lograba a través de la aceptación y valoración religiosa del proyecto vigente. Es decir que la teología jugó un papel determinante.

Aunque, en verdad, ningún pueblo vivió en plenitud la utopía de Quetzalcóatl, todos los pueblos mesoamericanos se pusieron en la tensión de dar cauce histórico a este ideal. Cada generación se comprometía a dejar su marca propia en este proceso. Por eso existía la renovación periódica de todas las cosas al término de cada 52 años, que era el siglo indígena en Mesoamérica. Al final del cual una especie de olimpíada se realizaba sobre las diversas ramas del saber para escoger al hombre o la mujer que mejor representara el ideal querido por Dios. El o la seleccionada recibía trato de máxima representación de Dios durante cuatro años. Al final de los cuales era entregado en sacrificio a Dios y a la comunidad. Se apagaban todos los fuegos y se rompían todas las ollas viejas para empezar de nuevo.

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