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Por: Pablo Mella
Instituto Filosófico Pedro Francisco Bonó
Santo Domingo, abril 2008 [1]
1. La experiencia del vacío moral como llamado a la reflexión ética
Existe en la sociedad contemporánea un llamado perentorio a la reflexión ética. ¿Qué se oculta detrás de este llamado? ¿Será que existe un vacío moral y se experimenta el sinsentido de la acción social en el eje de coordenadas de la así llamada era global? ¿Podremos describir y subsanar ese vacío moral y ese sinsentido de la acción, en el caso de que existan?
Es fácil establecer un contraste con décadas anteriores en lo que respecta a la ética. Todavía hace apenas veinticinco años, bajo el impulso de la modernidad ilustrada, muchos pensadores estaban convencidos de que la ética se había quedado sin objeto, sin pertinencia y sin porvenir. Se proclamaba la irrupción de una sociedad liberada de toda norma y de los tabúes del pasado, pues se confiaba que el orden burocrático-tecnológico podía resolver los dilemas básicos del bienestar humano y se llegaría a un estado intramundano de satisfacción colectiva. Al menos eso en común tenían los discursos enfrentados durante la Guerra Fría, independientemente de que los modelos de sociedad fuesen capitalistas o comunistas. El mundo parecía inmerso en un dinamismo de cambio y de progreso. Resumiendo, puede decirse que en la segunda mitad del siglo XX, las sociedades occidentales y las elites occidentalizadas del tercer mundo creían que podían conducir su vida y su acción sin referirlas a normas venidas de cualquier “cielo de las ideas”.
Esta percepción de la sociedad redimida por la tecnología ha evolucionado diferentemente en el Primer y en el Tercer Mundo en los últimos años. Mientras en los países llamados desarrollados ha hecho crisis la ideología del progreso, multiplicándose las búsquedas posmodernas que cuestionan, bajo la influencia de Heidegger, un mundo sometido al dispositivo tecnológico y a la industrialización, en los países llamados en vías de desarrollo, las elites económicas y políticas, o una simbiosis de ambas, consiguen aún legitimar sus proyectos en nombre del progreso, y su canto es coreado con no poco entusiasmo por las sectores populares mal escolarizados y convertidos en masas clientelares. ¿Cómo explicar esta diferenciación entre lo que ha sucedido con la ideología del progreso en el Primer y Tercer Mundo? En el caso nuestro, ¿tendremos que echar mano de la noción de “arritmia histórica” de Juan Bosch, como la ha releído el recientemente fallecido Padre José Luis Alemán? (Alemán, 2008, 40-43). Es decir, ¿será que las elites de un país tercermundista como el nuestro se sienten inferiores al compararse con los países primermundistas y tienen ansias de recuperar el tiempo perdido en base a construcciones suntuosas de infraestructura, olvidando necesidades más fundamentales de política social? Y de ser así, ¿qué hábitos sociales generaría esa actitud “bovarista” de los países latinoamericanos, como la ha llamado el pensador mexicano Leopoldo Zea? (Zea, 1990)
De todos modos, créase o no en la ideología del progreso, hoy oímos hablar de ética por todos lados. Leemos en los periódicos que distintos actores sociales quieren “moralizar” tal o tal sector o aspecto de la vida social: el otorgamiento de fondos públicos a las ONGs, la recaudación fiscal, la elección de los jueces, la práctica profesional, la administración pública, la eutanasia, etc. Nos enteramos de que la investigación genética avanza y que la posibilidad de manipular el genoma humano plantea serios dilemas morales. Podemos también observar en nuestra vida cotidiana que la palabra “ética” aparece asociada a todos los dominios de la actividad humana: ética médica, ética periodística, ética de la empresa, ética de las finanzas, ética educativa... Por eso, se ha hablado recientemente en los pasillos filosóficos de un “retorno de la ética”. ¿Será que la ética es un problema mayor en nuestra sociedad contemporánea? ¿O será que se querrá legitimar algo que permanece oculto con tanto llamado a la ética? Para responder adecuadamente a estas preguntas hay que identificar mejor las causas de este “retorno de la ética”.
Para avanzar, preguntémonos sencillamente: ¿por qué hablamos tanto de ética en el siglo XXI? ¿Podremos responder satisfactoriamente a esta pregunta? Ciertamente, si escuchamos los mismos juicios que nos hacen reunir un día como hoy, en que conmemoramos con un “Día Nacional de la Ética Ciudadana” la toma de posesión de Ulises Francisco Espaillat como Presidente de la República en 1876, juicios que tienen que ver con la persecución de la corrupción, no podemos decir consecuentemente que “la sociedad en que vivimos quiere tener un compromiso serio ético”, sino que nuestras preocupaciones alertan más bien sobre el riesgo de una crisis ética o de una crisis de valores. Sólo hablamos constantemente del médico cuando alguien de casa está enfermo. Efectivamente, se habla de ética por todos lados, pero también sabemos que cuando se habla mucho es porque por detrás hay algo que nos resulta muy molestoso. Pienso que es lícito que sospechemos que si se habla tanto de ética es porque existe un malestar de fondo en la sociedad contemporánea. Así, las preguntas con que iniciamos esta conferencia, pueden responderse positivamente: detrás de tanto llamado a la ética se oculta un vacío moral y se experimenta un sinsentido de la acción social.
A partir de esta sospecha de la existencia de un malestar de fondo, quisiera invitar a que pasemos de la mera demanda verbal de ética a un planteamiento de fondo que analice nuestros malestares socioculturales. Como en este día dedicado a la memoria de Espaillat se nos invita a reflexionar concretamente sobre ética ciudadana, y la relación de esta ética ciudadana con la administración pública, me guío por una idea fundamental asociada a la organización burocrático-estatal. Si la cosa pública no engendra confiabilidad en la ciudadanía o en cualquier persona que haga su vida en un espacio legalmente demarcado como estado nación, se padece una crisis de legitimación. Por tanto, podemos sostener que, en buena medida, nuestro vacío moral ciudadano viene asociado a una crisis de legitimación en el modelo de sociedad capitalista por el que hemos apostado, o en el que hemos sido obligados a entrar, en esta periferia del mundo. De esto quisiera que reflexionemos en este día: sobre llamados a la ética y problemas de legitimación en la sociedad en que nos ha tocado vivir.
2. Problemas de legitimación en el capitalismo periférico
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Jürgen Habermas (1929-), pensador y filosofo aleman
En 1973, Jürgen Habermas reflexionaba sobre los problemas de legitimación en el capitalismo tardío (Habermas, 1991). Estas reflexiones corresponden a una etapa del pensamiento de Habermas en que no había articulado su ética discursiva auspiciadora del consenso por el debate público, basado en su teoría de la acción comunicativa (Ureña, 1998). Me permito subrayar este punto de la historia del pensamiento, porque muchos de los que hablan hoy de ética en la esfera pública entre nosotros se apoyan directa o indirectamente en el Habermas del consenso conservador, no en el Habermas que apostaba todavía por introducir cambios sustanciales en la sociedad capitalista occidental, analizando críticamente la organización del sistema como tal.
Para este Habermas ignorado hasta por él mismo, que profundiza y amplía las reflexiones de Marx con ayuda de Weber, el sistema capitalista alimenta crisis cíclicas no sólo en la esfera económica. Alimenta también las que entonces denominaba crisis de racionalidad, de legitimación y de motivación. Nos interesan estas tres últimas para los fines de nuestra reflexión.
Las crisis de racionalidad en el capitalismo tardío sólo se presentan cuando no hay crisis económicas. Hoy diríamos, cuando los índices macroeconómicos muestran resultados positivos y de crecimiento. Específicamente, la crisis de racionalidad acontece como un trasvase de la crisis económica a una crisis en el sistema de la administración pública. Según Habermas, esta crisis de racionalidad sucede cuando el aparato estatal se torna incapaz de coordinar los intereses de los capitalistas individuales, que han amasado suficiente dinero y medios de influencia como para poner en jaque toda tentativa de planificación pública (Habermas, 1991, p. 65).
República Dominicana es la economía que más ha crecido en América Latina en las últimas décadas; las cifras oficiales muestran con orgullo este crecimiento… y al mismo tiempo el Informe Nacional del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) nos alerta de que somos el país que más ha desaprovechado el crecimiento económico para el desarrollo humano. ¿No habrá entre nosotros una crisis de racionalidad? ¿No se muestra esa crisis de racionalidad en la manera en que se acumulan los capitales en el sector turístico, acabando con corales y algas, privatizando las mejores playas y produciendo segregación espacial en el territorio? ¿Por qué es posible que se estafe en estos momentos a los afiliados del Régimen Contributivo del Seguro Familiar de Salud, amenazando la estabilidad financiera de nuestras familias, sobre todo de las más pobres? ¿Por qué se prioriza el gasto social en asistencia social y no hacia políticas sociales universales en salud y educación, sobre todo en años electorales? (cfr. Alemán, 2008 b) ¿Cuántas de las fortunas más influyentes hoy entre nosotros, que se abanderan de ética, no se han acumulado con evasión de impuestos aduanales, o con explotación de mano de obra ilegal haitiana, y siguen amasándose con otros favores de la administración pública? De acuerdo a la obra olvidada de Habermas, una de las manifestaciones de la crisis de racionalidad es que el aparato del Estado debe cambiar constantemente de agenda para suplir las contradicciones de las inversiones de capital y se hace, como sistema operativo, deficiente [2].
Ciertamente, la cantidad de cambios a los que se debe someter nuestra administración pública para tener los estándares establecidos por los países más ricos del mundo tiene que ver con la garantía de la inversión de sus capitales privados y con la apertura de las fronteras a sus productos en las nuevas reglas del supuesto “libre” mercado. Pero en ese aceleramiento de reformas públicas para la competitividad, siempre se tendrá la sensación de ir por detrás, de no cumplir, de no tener tiempo suficiente para introducir los cambios requeridos por la llamada economía global. Quizá tengamos aquí otra figura de nuestra “arritmia histórica”, como la ha reinterpretado José Luis Alemán.
La crisis de legitimación, que sigue a esta crisis de racionalidad, consiste en lo siguiente. Las medidas administrativas del aparato estatal no son capaces de producir estructuras normativas para generar confiabilidad en el mismo ordenamiento legal (Habermas 1991, p. 66). Para suplir este déficit, se generan dos reacciones perniciosas: la burla de la ley y la politización de la cultura. Dicho en palabras más cotidianas, la crisis de legitimación acontece cuando las medidas que toman las instituciones públicas no generan un mejoramiento en la calidad moral de la ciudadanía con vistas a profundizar la solidaridad entre sus miembros. Estamos lejos del zoon politikon y de la moral ciudadana descritos idealmente por Aristóteles, refiriéndose a la esclavista polis griega, en la que imaginaba el ejercicio ciudadano como sinónimo de excelencia moral.
¿Cuántos de los que han evadido impuestos por años no estarán buscando burlar el excelente sistema de recaudación instalado por la actual administración? ¿Por qué tantos conductores ocupan los carriles de la vía contraria en el tránsito urbano, si la AMET ha ganado tanta credibilidad desde su fundación y es reconocida por una razonable aplicación de multas? ¿No será porque la moral que prima en nuestras calles es “yo voy primero que el otro”, “yo soy más importante que el otro”, o “el derecho del otro no me importa”? Recordemos que la noción de legitimación es weberiana, y se refiere al hecho de que “los sujetos de derecho tienen que creer en su legalidad” (Habermas, 1991, p. 120), pues, teóricamente, en esta legalidad se expresa por escrito los acuerdos normativos de una sociedad determinada en un momento determinado. Es decir, si nadie cree que la vía legal es mejor y más confiable que los arreglos que parten de la propia estimación y de los propios intereses, tendremos una crisis de legitimación social. Dentro de un esquema weberiano, una sociedad no se ha modernizado racionalmente en la esfera moral si no cree en su ordenamiento legal y por eso no le tiene respeto. Sobre esto volveremos al hablar brevemente sobre el pensamiento de Ulises Francisco Espaillat en nuestras reflexiones conclusivas.
Es verdad que no siempre el respeto a la Ley corresponde a un compromiso con la verdad y la justicia, y Habermas lo reconoce en la obra citada; por ejemplo, el respeto a una legalidad fascista no es sinónimo de compromiso con la verdad y la justicia. Pero hay bastante campo para la ética si una sociedad dada se esfuerza en diseñar y respetar un ordenamiento legal razonable, aunque siempre revisable. Hoy día, aunque por razones distintas, el irrespeto a la Ley afecta a todos los estratos sociales dominicanos, incluso a los que diseñan y ejecutan el presupuesto nacional. Me permito recordar un ejemplo del que creo nos lamentamos todas las personas aquí presentes. Nuestros propios servidores públicos violan nuestra normatividad desde hace décadas al no cumplir con el mínimo presupuestario establecido por Ley para educación; ni siquiera los ministros de educación han luchado decididamente por el presupuesto que legalmente les corresponde. Después no podemos extrañarnos de que ocupemos los últimos lugares mundiales en educación pública.
Difícilmente podrá el aparato administrativo público pedir respeto a la Ley y a su moralidad cuando él mismo no las respeta. ¿No se podrá entender como crisis de legitimación las constantes manipulaciones que ha padecido nuestra Constitución, tanto para garantizar la reelección como la no reelección en beneficio de candidaturas de los líderes políticos? ¿No existen entre nosotros demasiados signos de no creer en el derecho constitucional, que hoy se funda exclusivamente en el respeto universal de la dignidad de la persona, y no en la noción de ciudadanía? (Ferrajoli, 1999 y 2004).
No dejemos de lado la otra manifestación de la crisis de legitimación social, a saber, la politización de la cultura. Habermas, retomando el lenguaje de Luhmann, recuerda que el sistema político moderno se esfuerza por extender su dominio racional no sólo sobre las prácticas económicas, sino también sobre el sistema sociocultural. Ahora bien, en la medida en que el sistema político manipula la creación cultural, roba a las tradiciones populares su potencial creador y alternativo, es decir, su poder motivador para la vida solidaria. Así, a las personas, en cuanto seres culturales, les cuesta encontrar algo en qué creer. Todos los valores, la música popular, el lenguaje popular, los símbolos religiosos, son secuestrados por las prácticas de poder público para captar a posibles electores o a clientes del Estado. Por eso se echa mano, por ejemplo, de una hipervalorización de los valores patrios, generando personalidades autoritarias. Esto tendrá serias consecuencias en la constitución de la subjetividad moral; tiene que ver con la crisis de motivación, sobre la que conviene decir unas palabras.
La crisis de motivación es la consecuencia moral directa de la crisis de legitimación causada por un sistema político que manipula las tradiciones culturales para poder engancharse con la lógica instrumental del desarrollismo moderno. Administradas por las prácticas de poder del sistema político capitalista, las tradiciones culturales populares o alternativas se erosionan y se convierten en mercancía; ya no motivan desde dentro a las personas concretas, sino que se ponen al servicio de la racionalidad burocrática, que a su vez está sobre todo al servicio de la reproducción de los grandes capitales. De esta suerte, las tradiciones culturales se usarán básicamente para posicionarse dentro del sistema capitalista imperante o como objetos placenteros de consumo individual.
Para Habermas, las tradiciones culturales son publicitadas por el sistema político sobre todo en la medida en que suplen la crisis de legitimación del capitalismo tardío. El resultado es que se acaban desgastando y desvinculando del mundo de la vida de las personas. Desde el punto de vista moral, sólo se suple el déficit de poder motivador de la tradición popular volcándose en el cultivo de la vida privada. Todos los esfuerzos morales se focalizan hacia la constitución y defensa de la propia familia. Dicho en una palabra, la politización de las tradiciones y la cultura popular trae como consecuencia una privatización de los valores morales, generando al final del recorrido una actitud ética despolitizada. En la vida privatizada, sólo priman los valores de la competencia y el rendimiento individual, reforzándose así el sistema político y económico imperante.
Llegamos a la paradoja de una “vida política despolitizada”, es decir, una vida política en función del beneficio privado o de la exclusiva felicidad familiar. Ciertamente, no toda la vida cotidiana dominicana responde punto por punto a esta descripción habermasiana de la cultura capitalista, pues los niveles de exclusión social que aún padecemos nos remiten a una cultura de la pobreza con otras características (Cela, 1997; Alemán 2008). Pero, de todos modos, sí podemos detectar entre nosotros serias crisis de motivación para creer en un proyecto de sociedad diferente, de tal modo que la mayoría de los dominicanos y dominicanas estemos dispuestos a hacer sacrificios personales por ese proyecto, y a resistirnos a recibir favores de nuestras élites políticas en beneficio exclusivo de nuestros proyectos familiares.
Reinterpretando la ética de Ulises Francisco Espaillat
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Retrato de Ulises Francisco Espaillat
¿Cómo recuperar la memoria de Espaillat para mejorar nuestra ética ciudadana? Ciertamente, los comités de ética ligados al Estado corren el riesgo de utilizar la ética para suplir crisis de legitimación de un modelo de sociedad capitalista y tecnológica que debe, en sí mismo, ser sometido a escrutinio ético. ¿Qué diría Espaillat sobre comités de este estilo? La respuesta quedará pendiente para siempre, pues Espaillat no vivió bajo este fenómeno social que hemos llamado al principio el “retorno a la ética”.
Espaillat articuló su ética ciudadana dentro de las coordenadas propias de un liberal positivista del siglo XIX (Alemán, 2008c; cfr. Sang, 1997). No todo en él es recuperable, sobre todo su tono elitista que le llevaba a despreciar implícitamente la cultura popular y a aplaudir a los Estados Unidos como modelo para todo. En este punto, podemos aprender más de Pedro Francisco Bonó, su amigo fiel.
La grandeza de Espaillat es personal. Y su guía ética se refiere a una ética personal no privatizada. De hecho, si Espaillat aceptó la presidencia, no fue para fines personales, siguiendo los dictámenes de su ego, sino por una especie de responsabilidad histórica y de lo que él entendía como respeto a la voluntad divina. Recordemos sus palabras pronunciadas un día como hoy ante el Congreso de Diputados, al tomar el cargo de Presidente en 1876: “Por uno de esos ocultos designios de la Providencia, acabo de aceptar un puesto del cual me alejaban ayer los mismos motivos que hoy me han obligado a ocuparlo: los temores de ver el país envuelto en los horrores de la guerra civil” (Espaillat, 1905, p. 409). Cabe resaltar en estas palabras el elemento de coherencia; las mismas razones por las cuales abandonó importantes cargos públicos son las que lo llevan a aceptar el principal de esos cargos. Esas mismas razones lo llevaron a escribir una carta de renuncia a la Presidencia, hacia el 22 de julio de 1876. Esta carta nunca la envió al Congreso de Diputados, porque la violencia entre los partidos era tan grande, que temía por la seguridad de la gente que tenía bajo su responsabilidad y con las que estaba unida por auténticos lazos de amistad en la búsqueda de la paz.
Las convicciones morales que sostenían las opciones de Espaillat emanaban de cuatro principios fundamentales:
a) defensa de la legalidad
b) cultivo de la tolerancia, sobre todo partidaria
c) abdicación a los propios intereses
d) dedicación cotidiana al trabajo responsable
Creo que todos estos principios siguen teniendo una gran actualidad en la cultura política dominicana.
La renuncia escrita y nunca entregada de Espaillat se debió exclusivamente a estas motivaciones éticas. Por eso podemos preguntarnos si el 22 de julio no debería celebrarse la segunda parte del “Día de la Ética Ciudadana” en República Dominicana, esta vez convocado por los movimientos sociales, no por un decreto presidencial que quizá acabe por invadir, sin querer, el mundo de la vida moral del ciudadano y la ciudadana de a pie. No habrá ética en la administración pública sin una práctica ciudadana responsable, que traduzca sus convicciones en los propios comportamientos personales, entre los que caben las renuncias responsables, el cumplimiento de los deberes, y sobre todo el reclamo de los propios derechos. Desde el clientelismo político, desde el culto a la figura del líder, o desde el uso abusivo de los fondos del Estado para la promoción de ese líder, hay poco que hacer desde el punto de vista ético. Con su renuncia al cargo presidencial, Espaillat renunciaba a la guerra civil partidaria, a los insultos, a los esquemas de intolerancia política, al deseo enfermizo de perpetuarse en el poder y al control de un Estado para el enriquecimiento ilícito. Pena que la tristeza lo deprimiera hasta la muerte y no se convirtiera en el animador de un movimiento civil no partidario que exigiera a las élites políticas sus responsabilidades y se dedicara a la educación popular para el ejercicio de una ciudadanía responsable. Es comprensible este triste final de Espaillat, consecuente con su concepción positivista de la historia y la política. Algo similar le sucedió a Eugenio María de Hostos algunas décadas después.
Para concluir, quisiera leerles y comentarles el último párrafo de la carta de renuncia de Espaillat, pues es el mejor retrato ético que de él conservamos:
“Yo creí de buena fe que lo que más aquejaba a la sociedad de mi país era la sed de justicia, y desde mi advenimiento al poder procuré ir apagando esa sed eminentemente moral y regeneradora. Pero otra sed aún más terrible la devora: la sed de oro” (Espaillat, 1905, p. 424)
Mi comentario de esta cita parte de una curiosidad histórica. La edición de los escritos de Espaillat realizada por Manuel de Jesús Galván en 1905 pone unas líneas punteadas al final de estas palabras que acabo de citar. Una nota al pie explica el porqué de estas líneas punteadas: “Los párrafos finales de este Mensaje, con el cual iba el ilustre prócer restaurador a renunciar [a] la Presidencia de la República, se extraviaron entre otros papeles perdidos. Espaillat lo escribía, hacia el 22 de julio, cuando llegaba a esta Capital la noticia de que la revolución estaba en los alrededores de Santiago y resolvió no renunciar, para no abandonar a sus amigos en el momento del peligro….”.
¿No les parece a ustedes que deberían ser cada ciudadano o ciudadana dominicana quienes se encarguen de rellenar estas líneas punteadas, completando la ética que Espaillat no pudo escribir desde la Presidencia?
El desafío, pues, queda para todos y todas, tanto para quienes están dentro como para quienes estamos fuera de la administración pública. Porque en el ejercicio ético personal está en juego nuestro amor por la verdad que nos hace libres, contrario a una ética convertida en mera legitimación de la sociedad en que vivimos y de la cual nos lamentamos públicamente no solamente en días consagrados como el de hoy.
Muchas gracias.
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Tumba de Ulises Francisco Espaillat
BIBLIOGRAFIA
Alemán, José Luis (2008), “Una palabra en defensa del pueblo”, en Estudios Sociales Año 40, Vol. XXXIX, n. 144, pp. 39-47.
Alemán, José Luis (2008b), “La política social como clave del desarrollo”, en Estudios Sociales Año 40, Vol. XXXIX, n. 144, pp. 59-74.Alemán, José Luis (2008c), “Ulises Francisco Espaillat sobre municipios y diputaciones”, en Estudios Sociales Año 40, Vol. XXXIX, n. 144, pp. 77-84.
Cela, Jorge (1997), La otra cara de la pobreza, Santo Domingo, Centro de Estudios Sociales P. Juan Montalvo.
Cortina, Adela (1998), Hasta un pueblo de demonios. Ética pública y sociedad, Madrid, Taurus.
Espaillat, Ulises Francisco (1905), Escritos de Espaillat. Artículos, cartas y documentos oficiales. Edición hecha por iniciativa de la Sociedad Amantes de la Luz con el concurso particular y del Estado, Santo Domingo, La Cuna de América.
Ferrajoli, Luigi (1999), Derechos y garantías. La Ley del más débil, Madrid, Trotta.
Ferrajoli, Luigi (2004), Razones Jurídicas del Pacifismo, Madrid, Trotta.
Habermas, Jürgen (1991), Problemas de legitimación en el capitalismo tardío, Buenos Aires, Amorrortu.
Rodriguez Demorizi, Emilio (1963), Papeles de Espaillat. Para la historia de las ideas políticas en Santo Domingo, Santo Domingo, Editora del Caribe.
Sang, Mu-kien Adriana (1997), Una utopía inconclusa. Espaillat y el liberalismo dominicano del Siglo XIX, Santo Domingo, Instituto Tecnológico de Santo Domingo.
Ureña, Enrique M. (1998), La teoría crítica de la sociedad de Habermas. La crisis de la sociedad industrializada, Madrid, Tecnos.
Zea, Leopoldo (1990), “América Latina: largo viaje hacia sí misma”, en González Álvarez, L. (comp.) Filosofía de la cultura latinoamericana, Bogotá, El Búho.
Notas
[1] Conferencia pronunciada en el Día Nacional de la Ética, Santo Domingo, Rep. Dominicana, 29 de abril de 2008.
[2] Estas son las palabras exactas de Habermas: “Déficit de racionalidad de la administración pública significa que el aparato del Estado, en determinadas condiciones, no puede aportar al sistema económico suficientes rendimientos positivos de autogobierno” (Habermas, 1991, p. 66).
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FESTICAFE 2008, Polo, Barahona, 7-8 de junio, 2008
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Mas informacion: http://www.festicafe.org/
Nicolás Cruz Tineo
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