Por Sharon Begley
Newsweek
Edición de 2 al 9 de julio, 2007 – Los científicos no son tan ingenuos como para creer que han descubierto una varita mágica que pueda transformar la animosidad en compasión y el odio en benevolencia, pero la tarántula [araña cacata, entre nosotros, NT] definitivamente ha estimulado sus esperanzas. A través de los años, los psicólogos Phillip Shaver y Mario Mikulincer han develado más y más evidencia de que el sentido personal de seguridad emocional da forma al hecho de uno ser altruista o egoísta, tolerante o xenófobo, abierto o defensivo. Hubo un tiempo en que se pensaba que, al alcanzar la adultez, el cerebro habría estado tan rígido como la placa madre de un ordenador electrónico, sin importar cuáles podrían ser los orígenes de tales rasgos.
Pero los científicos del nuevo milenio estaban encontrando que el cableado del cerebro puede cambiar, aun en los adultos. Eso hizo que Shaver, profesor de la Universidad de California en Davis, y Mikulincer, en la Universidad Bar-Ilan, de Israel, pensaran: ¿podrían ellos activar circuitos desusados o dormidos para estimular el sentido de seguridad emocional que subyace a la compasión y a la benevolencia? Para averiguarlo, dieron a voluntarios señales obvias o subliminales para activar los circuitos cerebrales que codifican los pensamientos de alguien que ofrezca amor y protección sin condiciones — un padre, un amante, Dios. La meta consistía en inducir el sentimiento de seguridad que hace más probable que alguien despliegue, digamos, altruismo y no egoísmo. Funcionó. Las personas estuvieron más deseosas de donar sangre y de hacer trabajo voluntario, y menos hostiles a grupos étnicos diferentes a los suyos. Al dárseles la oportunidad de infligir dolor a personas árabe-israelitas con quienes estuvieron emparejados en un experimento (sirviéndole una salsa de especias dolorosamente picante), los judío-israelitas no la sirvieron en la misma medida que lo hicieron sin la activación del circuito de seguridad. Ellos se refrenaron. Y cuando ellos vieron a una mujer joven fuera de sí por tener que agarrar una tarántula como parte de un experimento, se ofrecieron como voluntarios para tomar su lugar.
De acuerdo; de manera que no todos se apuntaron para trabajar en Darfur. Pero hace tan sólo una década, el proponer que se pudiera establecer en un cerebro adulto un cableado nuevo para la compasión — o cualquier otra cosa, da lo mismo — sin experimentar una epifanía totalizante habría sido el suicidio profesional para un neurocientífico. Ya eso ha cambiado. Los expertos están echando por la borda el viejo dogma de que, para la madura edad de los tres años, el cerebro está relativamente fijado tanto en su forma como en su función. Sí, nuevos recuerdos pueden formarse, nuevas destrezas pueden ser dominadas y (en algunos) se puede ganar en sabiduría. Pero la cartografía básica del cerebro adulto se creía que era tan inmutable como el color de los ojos. Este "nihilismo neurológico," como lo llama el siquiatra Norman Doidge en su reciente libro, “The Brain That Changes Itself" [El cerebro que se recicla a sí mismo], "difundido a través de nuestra cultura, atrofiando nuestra visión general de la naturaleza humana. Como el cerebro no podía cambiar,[1] la naturaleza humana, que surge de él, parecía necesariamente fija e inalterable también."
Pero el dogma es incorrecto, el nihilismo no tiene fundamento. En los últimos años los neurocientíficos lo han desmantelado pieza por pieza, con profundas implicaciones para nuestra visión de lo que significa ser humano. "Estos descubrimientos cambian todo sobre cómo debemos concebirnos a nosotros mismos, cómo somos y cómo llegamos a serlo," dice el neurocientífico Michael Merzenich, de la Universidad de California en San Francisco. "Ahora sabemos que las cualidades que nos definen en un momento dado en el tiempo provienen de experiencias que dan forma al cerebro físico y al funcional, y que continúa dándole forma mientras vivimos."
La estructura cerebral también es maleable, grabando las huellas de nuestras vidas y pensamientos. La cantidad de “bienes raíces” neurales dedicados a una tarea, tal como tocar el violín, se expande con su uso. Y cuando un área del cerebro es lesionada, como en un infarto, una región diferente—a menudo en la imagen del lado opuesto—puede asumir su función. Eso destronó la visión por mucho tiempo aceptada llamada "localizacionismo," que data de 1861, cuando el cirujano francés Paul Broca asoció la habilidad de hablar a un punto en el lóbulo frontal izquierdo. Pero contrario a la creencia de que regiones particulares estuvieran inalterablemente cableadas para funciones específicas, hasta la corteza visual tan básica, puede experimentar un cambio en su trayectoria. En personas que pierden la vista a una edad joven, la corteza visual procesa el tacto o el sonido o el lenguaje. Al no recibir señales desde los ojos, la corteza visual se escapa del modo de “esperar a Godot” y reactiva los cables dormidos, permitiéndole realizar un trabajo diferente.
Si algo tan fundamental como la corteza visual puede modificar su destino genético, no sería demasiado sorprendente que otros circuitos cerebrales también puedan hacerlo. Un circuito cuya hiperactividad causa un trastorno obsesivo-compulsivo puede ser tranquilizado con psicoterapia. Los patrones de actividad que subyacen a la depresión pueden ser alterados cuando los pacientes aprenden a pensar de manera diferente sobre sus pensamientos tristes. Los circuitos que son demasiado lentos para percibir algunos sonidos del habla (tipo staccato, como el sonido de la "d" o de la "p") pueden ser adiestrados para percibirlos, ayudando a los niños a su superar la dislexia. Para estos y otros cambios cerebrales, el cambio es más fácil en la juventud, pero la ventana de oportunidades nunca se cierra completamente.
A partir de estas conquistas, los neurocientíficos han extraído una poderosa lección. Si ellos pueden identificar lo que ha ido mal en el cerebro como para causar, digamos, la dislexia, ellos podrían lograr “enderezar” el cableado aberrante, aquietar un circuito demasiado activo, o “lubricar” uno lento. Esto no pasará de la noche a la mañana. Pero el Dr. Merzenich cree que hemos apenas atisbado la superficie de la habilidad del cerebro para cambiar. "Las cualidades que definen a una persona tienen una residencia neurológica y son maleables," dice. "Sabemos que en un psicópata no hay activación de áreas cerebrales asociadas con la empatía cuando ve a alguien sufriendo. ¿Podemos cambiarlo? No sé cómo exactamente, pero creo que podemos. Creo que de la misma forma en que puedes tomar a una persona de 17 años y ponerla en un adiestramiento básico, inmunizándola contra la violencia, podemos tomar a una persona que sea insensible y hacerla sensible al dolor ajeno. Estas cosas que nos definen, estoy convencido, pueden ser alteradas." Sólo más investigación — que ya está en marcha — revelará qué tan fácil será, y en qué medida.
Pero, ¿qué de los genes que dan forma a nuestra disposición y temperamento? Aquí, también, reina la maleabilidad. Regularmente, este efecto es detectado más fácilmente en animales de laboratorio. Las ratas simplemente desarrollan personalidades diferentes dependiendo de la forma en que son criadas. Específicamente, si Mamá está atenta y las lame y acaricia de manera regular, se convierten en ratas o ratones no-neuróticos, pequeños roedores bien adaptados, plácidos y curiosos. Si Mamá es negligente, sus cachorros crecen tímidos, temerosos y estresados. Hasta hace poco esto se atribuía a los poderosos efectos sociales del cuidado materno. Pero resulta que el trato de Mamá puede llegar hasta el mismo ADN de la cría.
La negligencia materna acalla los genes de los receptores en los cerebros de sus cachorros, con el resultado de que ellos tienen pocos receptores y en consecuencia una reactividad al estrés que puede ser activada por cualquier cosa. El cuidado materno mantiene funcionando estos genes, de manera que los cerebros de las crías tienen cantidad de receptores y una respuesta al estrés “asordinada”. Las madres poco atentas también silencian los genes de los receptores de estrógenos en los cerebros de sus hijas; las hembras mismas crecen siendo madres menos atentas. "Esto es casi lamarckiano," dice Francis Champagne, de la Universidad de Columbia, al referirse a la desacreditada idea de que los descendientes pueden pasar los rasgos que adquieren durante sus vidas. "En realidad, las experiencias durante la vida son pasadas a la siguiente generación."
Los científicos están comenzando a ver los primeros indicios de esto en la gente, también. Niños muy pequeños nacidos con la forma de un gen llamado 5-HTT, asociado con la timidez, usualmente son tranquilos e introvertidos. Pero hacia los 7 años, científicos encabezados por Nathan Fox, de la Universidad de Maryland, encuentran que muchos no lo son. Sólo si los niños tienen ciertas experiencias — mejor intuición: ser criados por una madre estresada, incapaz de proveer protección emocional y física — logra manifestarse este “gen de la timidez”. El mecanismo molecular por el cual las experiencias llegan a la doble hélice e inhiben o provocan la expresión de un gen no es tan claro en humanos como en ratones de laboratorio. Al menos, aún no. Pero esto es una señal temprana de que no necesariamente somos esclavos de los genes que heredamos.
Poca gente entiende que el nihilismo neurológico y el determinismo genético hayan sido desacreditados tanto. La mayoría todavía acaricia la idea de que nuestro destino está escrito en nuestro ADN, a través de la mediación del cableado cerebral que el ADN especifique. "Es un enigma por qué el determinismo es tan atractivo para tanta gente," dice Merzenich. "Tal vez es llamativo verse uno mismo como una entidad definida y tu destino como algo determinado. Quizás es parte de nuestra naturaleza aceptar nuestra condición."
Aquí hay una ironía. Cuando la gente cree que sus habilidades y rasgos son inmutables, las intervenciones dirigidas a mejorar la ejecución académica o cualidades tales como la resiliencia y la apertura a nuevas experiencias, éstas tienen poco efecto. "Pero si le dices a la gente que su cerebro puede cambiar, los galvanizas," dice la psicóloga Carol Dweck, de la Universidad de Stanford, cuyo libro "Mindsets" [Esquemas Mentales, NT] (2006) explora el poder de las creencias para alterar la personalidad y otros rasgos. "Un ve una mejoría rápida en cosas tales como la motivación y las calificaciones, o en la resiliencia frente a las dificultades." Nada de eso ocurre, o al menos no tan rápidamente, en personas que creen que están condenados al cerebro que tienen.
Esto no quiere decir que todo cederá a la nueva ciencia cerebral. Puede ser que aspectos de nosotros mismos se resistan a cualquier esfuerzo por cambiar, por lo cual podríamos estar contentos. Pero durante demasiadas décadas, la ciencia no supo mercadear el cerebro. Todavía es demasiado temprano en la batalla contra el neuro-nihilismo como para declarar algo que no esté más allá que el potencial del cerebro para transformarse a sí mismo.
© 2007 Newsweek, Inc.
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Comentario
Hola Tony,
Gracias por las noticias. Sí que recibo y leo epistheme...
Sobre el artículo de Begley, te comento que me parece políticamente (y hasta filosóficamente) muy trascendente este desplazamiento del determinismo genético en materia cerebral, que creo y espero tenga implicaciones para las mismas obsesiones deterministas en otros campos de la biología y de las ciencias del comportamiento.
Un aspecto que el artículo no toca y que me parece preocupante es el potencial uso de estos asombrosos conocimientos sobre el funcionamiento del cerebro, que igual pueden abrir la puerta a todo tipo de manipulaciones del comportamiento humano (desde la publicidad hasta los organismos represivos del Estado). En fin, que aquí hay espacio para una buena reflexión y debate.
Abrazos
Denise Paiewonsky
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Nota[1] Estaba “anquilosado.”