martes, junio 12, 2007

Noticias del Frente Ancestral 023

CAMINOS DE LA TEOLOGÍA INDIA (2/3)

Eleazar López Hernández
Cenami, México. 1997

c) Cuando los indígenas llegamos a ser pueblos urbanos

La tensión de llevar a la historia el ideal quetzalcoátlico exigió el énfasis en el empoderamiento de la persona y del pueblo, es decir, en la conquista del poder para la vida. Esto tuvo una importancia crucial, sobre todo, en los momentos de crisis o de caída del cielo sobre la tierra. Porque sólo teniendo poder se puede recrear o transformar el mundo. En ese sentido poco a poco el poder se fue convirtiendo en el sacramento de Dios.

Al principio bastaba con la sabiduría para tener ese poder de Dios. Por eso los ancianos eran la expresión de dicho poder. Igualmente el servicio daba prestigio y poder. Por eso las autoridades del pueblo, esto es, el Halach Huinic, o el Tlacaelel, el Tayacán, el Inca eran expresión del poder de Dios que sabe resolver los problemas y organizar el mundo para la vida. Eran como la ceiba o pochotl originario, bajo cuya sombra podemos recibir protección y cobijo. Son ellos quienes dan seguridad porque mantienen levantado el cielo para que todos vivamos.

Cuando, por ejemplo, los Aztecas llegaron al Anáhuac en un momento de quiebre de las culturas anteriores, ellos reelaboraron el mito de Quetzalcóatl, ahora bajo la acepción de Huitzilopochtli (el Colibrí o Divino Izquierdero). Cuentan que cuando la Doncella Coatlicue, que servía en el templo, quedó embarazada de manera sobrenatural y esperaba el parto de su hijo, las fuerzas del mal, representadas en Coyolxauhqui y los Cuatrocientos Surianos, se confabularon para matarla y acabar con el fruto de sus entrañas. Por eso, Huitzilopochtli, al nacer, sale con un escudo y una lanza, pelea contra los confabulados y los derrota dispersándolos como luna y como estrellas por el firmamento nocturno.

A partir de entonces la figura de Dios es la de un guerrero, simbolizado en el Sol que todas las mañanas nace a la vida bañado en sangre y lucha todo el día hasta morir en el ocaso para darnos vida.

A medida que la solución de los conflictos exigió mayor poder, la idea de Dios y del ser humano se fue ligando más y más a la conquista y ejercicio del poder como fundamento de la esencia divina y humana. La concepción del mundo, en este período, fijó la atención en la centralidad de la dialéctica o lucha de los contrarios: vida-muerte; noche-día; frío-caliente, etc. Dios es Creador en cuanto que posee el poder de organizar para la vida estos elementos contrapuestos.

En consecuencia el hombre, para ser digno representante de Dios, debe alcanzar el mismo poder con su esfuerzo personal y colectivo. Ya que la esencia de la vida se halla en la conquista del poder, es decir, en la guerra, que se ubica en los todos los aspectos: cósmico, social, religioso. Por eso Dios es guerrero, es Huitzilopochtli, es Inti, es el Sol. Y los hijos de Dios son los hijos del Sol, aquellos que le ayudan en la lucha por la vida.



Inti, el Dios Sol

En esta teología mesoamericana el Sol, al nacer en la mañana, es recibido en andas preciosas por los varones guerreros, muertos en las guerras floridas. Ellos lo transportan por el cielo hasta el cenit en medio de gritos de algarabía. Ahí las mujeres guerreras, muertas en el parto, principal expresión de la lucha por la vida, reciben en otras andas preciosas al Sol y lo llevan hasta el ocaso, para entregarlo a los espíritus guardianes de la noche; quienes lo llevan bajo tierra, por el Mictlán, lugar de los muertos, hasta el nuevo amanecer.

En esta perspectiva, saber guerrear o combatir, para hacer que prevalezca la vida, es fundamental para que nos conquistemos un rostro y un corazón de verdaderos seres humanos. También los sacrificios se justifican ya que si Dios a diario muere para darnos vida, nosotros debemos estar dispuestos a morir con El para dar vida al pueblo. De ahí el sentido profundo del principio que guiaba la conducta humana: vivimos para morir, pero morimos para vivir.

El mito que hizo posible el poder de los Aztecas sobre los demás pueblos hablaba de que ellos debían asentarse ahí donde encontraran un águila posada sobre un nopal y devorando una serpiente. Este símbolo es ahora el escudo nacional mexicano. Efectivamente los Aztecas (autodenominados hijos del Sol), provenientes del norte Chichimeca, llegaron al Anáhuac y lo encontraron ocupado por pueblos de habla Nahuatl, que eran herederos de las antiguas civilizaciones Toltecas y Teotihuacanas.

Los Nahoas no recibieron con agrado a los intrusos. Por eso ellos tuvieron que asentarse en la parte más inhóspita del área: un islote rocoso del centro del lago de Texcoco. Según ellos ahí encontraron la señal que Dios les había predicho. Y ahí dieron comienzo a una de las civilizaciones más grandes de Mesoamérica, echando mano de una mentalidad luchadora e innovadora. Fundaron sobre el lago la Ciudad de Tenochtitlán, hicieron alianza con las dos principales ciudades del lugar y a partir de ahí ejercieron una influencia decisiva sobre toda el área mesoamericana, construyendo en menos de doscientos años un imperio de enormes proporciones.

Seguramente el mito de origen del pueblo Azteca tiene muchos significados, pero es innegable que encierra elementos de presión violenta sobre la naturaleza y sobre los demás. Los Aztecas, que se pusieron águilas o hijos del Sol, con la inclusión de los sembradíos sobre el lago (chinampas), la incorporación del ejército y del comercio de los pochtecas, terminaron devorando a la serpiente, símbolo de la tierra y de los agricultores que no habían llegado al desarrollo urbanístico.

Esta concepción teológica en torno al poder ciertamente apuntaló la reconstrucción rápida del mundo indígena en los momentos de mayores crisis. Pero fue también la causa de muchas fricciones interétnicas, que fueron abonando el terreno para el desastre final.

d) Esperando el retorno de Quetzalcóatl

Muchos pueblos, que a sí mismos se denominaban hijos de la luna o de la tierra, es decir, nómadas o agricultores no urbanos, fueron afectados por el poderío de las ciudades-estado como Tenochtitlán, sede de los aztecas. Y fueron estos pueblos lastimados quienes repensaron la perspectiva teológica del poder, llegando a descubrir que un poder que mata al pobre no puede ser expresión de Dios, que es vida.

Estatuas en Tenochtitlan

Menciono aquí sólo un relato, que expresa toda la fuerza profética de esa voz de quienes resultaron víctimas de la perspectiva teológica de las grandes ciudades. Es el mito de Xólotl entre los Huastecas (recopilado por el P. José Barón Larios, de tradiciones orales, que todavía circulan en la región de Huejutla, Hgo).

“Cuentan que el Sol guerrero tenía necesidad de vencer diariamente a las estrellas para salir nuevamente al cielo. Requería mucha fuerza y para obtenerla se le ofrecían como alimento la sangre y los corazones de los dioses que por él se sacrificaban. Los sacerdotes eran los encargados de realizar los sacrificios para los cuales se servían de afilados cuchillos de piedra de obsidiana.

Es el caso que en las proximidades vivía cierta divinidad, que tenía forma de perro. Se llamaba Xólotl, que no sólo tenía la forma, sino la alegría, la lealtad y el cariño que suelen tener los perritos. Era pequeño, juguetón y amigo de los niños. Su inteligencia le hacía ser un animal extraordinario. Ningún perro vive sin dueño. Xólotl sí. Salía en busca de su alimento como un cazador cualquiera y luego volvía a la ciudad donde sus mejores amigos eran los chiquillos. Con los niños iba al campo, con ellos se echaba a nadar en la laguna y cuando jugaban la pelota él corría a recogerla con el hocico para entregarla a los pequeños jugadores. Xólotl era feliz.

Xolotl, el Dios Perro

Realmente no sólo los niños eran amigos del perrito. También corría detrás de las mariposas, de los conejos y de las lagartijas, pero no les hacía daño. Sí atacaba a las fieras malas y de ellas se alimentaba.

¡Cuánto le gustaba a Xólotl correr tras los conejos y sentir en sus patas la yerba fresca y húmeda de las mañanas!

Una de aquellas mañanas primaverales, en las que la tierra se bañaba
con la luz del sol y cuando las flores presumían sus galas, y las mariposas revoloteaban por los aires con la estampita de sus colorines, el Astro del día, hambriento y sediento de sangre, ordenó así a uno de sus sacerdotes: ”Al anochecer he de luchar con múltiples estrellas. Necesito de alimento divino. Quiero nuevos corazones. Ahí está Xólotl, ese perro alegre y juguetón. Es necesario que lo sacrifiques para que su sangre sea absorbida por mi calor”.

El sacerdote prometió obedecer al Sol, le hizo reverencia y se alejó en busca del pequeño dios de la laguna. En aquel momento el perrito servía de lazarillo a un ciego.

El sacerdote dijo a Xólotl: “El dios Sol necesita beberse tu sangre con su calor para poder vencer a las estrellas”.

El alegre Xólotl cambió su rostro con un gesto triste y replicó: “Yo no quiero morir todavía.. Soy dichoso y hago dichosos a los demás...¿Por qué el gran dios Sol se ha fijado en mí?”

-El Sol se ha fijado en ti, porque él necesita beber sangre de calidad extraordinaria.

Xólotl insistió: ¡Yo no quiero morir!

-Es necesario que mueras- exclamó el sacerdote, blandiendo su gran cuchillo de obsidiana.

-Bien -dijo Xólotl-, luego hablaremos de eso. Ahora déjame llevar a este anciano. No serán tan impacientes ni tú ni el Sol, que se empeñen en dejarlo perdido en el campo.

El sacerdote tuvo que ceder y esperó a Xólotl sentado sobre una piedra de la senda estrecha. Xólotl fiel a su palabra regresó adonde estaba el sacerdote. Este le dice: Vamos a la piedra de los sacrificios. El cuchillo es rápido y fino.

-Yo no quiero morir. Yo no debo morir- exclamaba Xólotl con el rabo entre las patas traseras.

-Pues morirás, porque así lo manda el Dios Sol.

-Pero si no quiero yo, no moriré...

-Y ¿cómo puedes oponerte a la voluntad del Dios Sol? -interrogó el sacerdote.

-Rogándole con mis lágrimas,- respondió Xólotl que, en efecto, derramaba abundante llanto.

Aquellas lágrimas de tristeza parecían en la hierba el rocío de la mañana. Pero el Sol se las bebía rápidamente con su calor.

-Ya ves -comentó el sacerdote-; el Dios Sol tiene ansias de ti. Si así se bebe tus lágrimas ¡qué no hará con tu sangre!

-No hará nada -dijo Xólotl-, porque yo no quiero morir.

-Y ¿cómo puedes oponerte, repito, a la voluntad de un Dios de tanta importancia como el Sol?

-Pues así. Y diciendo estas palabras, el perrito salió corriendo sin que el cuchillo de piedra pudiera alcanzarlo. Corrió, corrió largo tiempo sorteando los altos y verdes plumeros de la milpa. En su prisa dejaban caer nuevas lágrimas que el Sol, indignado por la rebeldía de Xólotl, se sorbía rápidamente.

La noticia corrió por todos los sacerdotes de aquellas regiones. Y como todos querían satisfacer los deseos del Sol, no dejaban vivir en paz al Perrillo; por todas partes brillaba la obsidiana vidriosa de los cuchillos.

Xólotl no podía jugar tranquilo con los pequeños gazapos, ni acompañar a los niños en sus deportes, ni siquiera llevar al ciego a la casa de sus hijos. Siempre andaba huyendo. Más de una vez lo alcanzaron con la punta de las armas, y tuvo que curarse a la sombra de un árbol, porque el Sol quería abrazarle las heridas con su calor.

Un día tres sacerdotes ágiles trataron de acorralarlo. Sus tres hojas de obsidiana brillaban amenazadoras. Xólotl se encontraba en peligro inminente. De pronto el perrillo desapareció de la vista de los sacerdotes. ¿Qué pasó aquí? No lo sabían y regresaron malhumorados a sus templos. Xólotl, al verse perdido, se había transformado en extraña planta de maíz, de cuyas raíces salían dos tallos.

Nadie advirtió la transformación. Ningún campesino trabajaba en la milpa en aquellas horas. Sólo dos niños, que buscaban sabrosos elotes, se dieron cuenta. Ellos lo vieron y, desde entonces llamaron Xólotl al hermoso plumero doble que salía de la planta.

Los niños de la comunidad próxima conocieron el nombre de aquella planta y la llamaron Xólotl en recuerdo del Perrillo-Dios que no quería morir.

Cierto día, sin embargo, un sacerdote oyó que un niño mencionó a Xólotl y, recordando al perro, preguntó: “¿Qué es eso que llaman así?”. “Llamamos a cierta planta de maíz que hay en la milpa cercana. Esta planta tiene dos tallos”

Con el cuchillo preparado, para cortarle, se acercó el sacerdote. Xólotl se dio cuenta y transformándose en perro, salió huyendo y se perdió de vista. Y cuando el Sol se había ocultado, y no podía ver al Dios-perrito, éste se convirtió nuevamente en planta de maguey -o de pita- que también tenía dos tallos y una sola raíz.

Fuera de unas niñas que cortaban flores cerca, nadie se dio cuenta de la transformación. Casi todos los habitantes de aquella región conocieron al Perro-Dios, y llamaron Xólotl a aquella planta de maguey.

Un sacerdote se dio cuenta y, haciéndose acompañar por las niñas, averiguó cuál era la planta. Se preparaba para cortarla pero sucedió lo mismo que a la planta de maíz: volvió a ser perro y, como Xólotl, se arrojó al agua convirtiéndose en pez.

Nadie lo vio, sólo unos muchachos que se bañaban en la laguna. Como sabían que había sido juguetón, jugaban también con el pececito que se dejaba agarrar para escapárseles de nuevo de las manos y volver para seguir entreteniendo a los chicos.

Fue tanta la fama y nombradía que llegó a tener aquel lago, entre los jóvenes nadadores, que llegó a oídos de un sacerdote, el cual vino con otros compañeros cargados de redes y de cuchillos.

Apenas empezaron a pescar, el pobrecito Perro-Dios quedó atrapado. Y cuando iban a abrirlo para extraerle el corazón y entregárselo a la voracidad del Dios Sol, éste envió velozmente un rayo, con una mano en el extremo, y detuvo el brazo que iba a realizar el sacrificio. Dijo el Sol: “Deja libre al Perrito que no quiere morir. Razón tiene, si es feliz y hace felices a los demás. ¡Ya no quiero más sacrificios! Comeré estrellas. Mi calor será una caricia para las personas, los animales y las plantas”

Así se hizo. Xólotl volvió a ser perro, a jugar con los niños, a conducir al ciego y a correr detrás de las pintadas mariposas”.

Ciertamente el poder era expresión de Dios en cuanto que hacía posible la lucha por la vida de todos. Pero al desvincularse de la vida de los pobres y concentrarse en manos de pocos, sin ningún control, se convierte en poder para la muerte, es decir, en algo totalmente opuesto a los designios de Dios. Y, en consecuencia, pierde su sentido teológico primero y ya no se pueden convalidar las acciones agresivas de un pueblo o de un sector del pueblo contra los demás.

Esto fue lo que sucedió ante la violencia de las grandes ciudades sobre los pobres, que llevó a éstos a descalificar la teología que las sustentaba y a volver a las perspectivas teológicas anteriores, que eran más humanizantes. Y así muy pronto la espera del retorno de Quetzalcóatl fue el eje central de la temática teológica.

Quetzalcóalt quién, en el momento de la implantación de las grandes ciudades, desapareció yéndose al oriente y dejando todo en manos de sus representantes, prometió regresar para recoger la cosecha de la obra humana. La espera de su retorno puso en expectación a todo el mundo mesoamericano. Y por eso, cuando el mal lo cubría todo, Quetzalcáotl era la promesa que había que esperar.

Las utopías humanistas y pacifistas del mundo agrícola campesino fueron llenando de nueva cuenta los vacíos dejados por las teologías del poder de las ciudades. El pobre, como Xolotl, volvió a ser el centro de la expectativa del regreso de Quetzalcóatl.

Esto explica por qué a la llegada de los españoles, muchos pueblos pensaron que era Quetzalcóatl quien regresaba para poner término a los desmanes del poder de las ciudades. Y se sumaron acríticamente a la lucha contra los aztecas y contra los Incas con la esperanza de superar los problemas. Pero no fue así. Muy tarde descubrieron que no era Quetzalcóatl que volvía, sino unos desalmados hombres barbados que llegaban a nuestras tierras sedientos de oro y de sangre.

2. TEOLOGIAS INDIAS

A la llegada de los europeos a este continente las posibilidades de encuentro eran propicias para nuestra gente. No sólo por la expectativa del retorno de Quetzalcóatl sino porque nuestros pueblos habían elaborado esquemas culturales y religiosos que permitían la interrelación en todos los aspectos, incluido el religioso. Había la conciencia de que existían muchas modalidades de entender la vida y de entender a Dios, que podían sumarse en conjuntos polisintéticos. El Dios cristiano podía sentarse, sin ningún problema en el petate de nuestra historia.

Para ellos El era perfectamente compatible o complementario. Así lo plantearon nuestros teólogos a los misioneros en el famoso “Diálogo de los Doce” (1525). Sin embargo de parte de los europeos no había la misma actitud dialogante. El haber ganado la guerra les daba la certeza de que su Dios era el único Dios verdadero. Y en consecuencia el Dios indígena debía ser aniquilado. Eso fue lo que plantearon al término del supuesto “Diálogo”.

Hubo en las comunidades indígenas quienes interiorizaron las consecuencias de la evangelización intolerante, y aceptaron enterrar para siempre sus antiguas creencias, con tal de sobrevivir a la hecatombe de la conquista. Su argumento fue pragmático: “Si han matado a nuestros dioses, que al menos nosotros no muramos”. Actualmente hay hermanos que así entienden su conversión al evangelio y su pertenencia a la Iglesia. Ya no quieren saber nada del mundo religioso indígena, pues su opción vital es la aceptación de los esquemas de la sociedad envolvente.

Sin embargo la mayoría de nuestros antepasados no comprendieron el razonamiento de la intolerancia y jamás lo tomaron en serio. Simplemente ajustaron en adelante su elaboración teológica a los márgenes de acción que les permitió la sociedad colonial y su situación de vencidos. Y siguieron adelante con la vida haciendo elaboraciones y reelaboraciones de sus esquemas teológicos. Es lo que dio por resultado lo que ahora llamamos Teología India o Indígena en sus múltiples manifestaciones.

a) Lucha de dioses

Frente a la intolerancia misionera, que negó el carácter divino a lo que nuestros abuelos llamaban Dios o Dioses, hubo de parte indígena algunas reacciones igualmente intolerantes. Si los advenedizos afirmaban que el Dios indígena no era Dios, sino Satanás que nos había engañado presentándose en forma divina; los nuestros, con la misma tozudez, replicaron que, en vista de las obras de los españoles, en realidad su dios era el Oro, al que rendían pleitesía absoluta y por el que habían dejado todo y pasaban penalidades para buscarlo en nuestras tierras.

Ese Dios Oro los había enloquecido haciéndoles capaces de los peores crímenes con tal de obtenerlo. Por lo que los líderes indios empezaron a recomendar a la gente que entregaran a los españoles todo el oro que hubiera, a ver si con eso se aplacaban.

Uno de los discípulos de Bernardino de Sahagún, del Seminario Indígena de la Santa Cruz de Tlatelolco, después de comprobar, por experiencia propia, la cerrazón de la sociedad colonial, renunció al seminario, retornó a su pueblo y se alzó como líder religioso contestatario de la cristiandad. Retomó su nombre indígena de Ometochtli Chichimecatecuhtli (Dos Conejos, Señor de los Chichimecas) e incitó a su pueblo a la rebelión, diciendo que los españoles eran en verdad enviados del demonio y que no había que creerles.

Ometochli Chichimecatecuhtli

El único Dios verdadero era el Dios indígena de los antepasados que vendría a salvarlos de estas manos criminales. Evidentemente la reacción contra él fue muy severa. La Inquisición se hizo cargo de perseguirlo y de apresarlo. Después de un juicio sumario lo ejecutaron de manera ejemplar ante las comunidades para que nadie más osara rebelarse.

Sin embargo hubo más levantamientos indígenas, en épocas posteriores, que se aglutinaron en torno a planteamientos mesiánicos parecidos a los de Ometochtli Chichimecatecuhtli. Con esquemas autóctonos, o incluso con símbolos cristianos indigenizados, como la Virgen que encabeza una iglesia indígena, invocaban el retorno a la religión propia para rescatar la libertad perdida y restaurar el orden roto por los blancos.

Estos movimientos motivados por la desesperanza se situaron en la perspectiva de una lucha a muerte entre los dioses: o salía vencedor el Dios cristiano matando al Dios indígena o salía triunfante el Dios indígena con la muerte del Dios cristiano. Y claro el saldo final fue terriblemente desventajoso para nuestros pueblos. Tales rebeliones dieron pié a represiones violentas de parte de la institución, que acabaron prácticamente con toda la élite pensante y dirigente de las comunidades, es decir, con los teólogos profesionales. “Si ustedes han matado a nuestro Dios, que también nosotros muramos” fue la conclusión, de parte indígena, en el “Diálogo de los Doce”. Y eso casi se cumplió al pié de la letra.

Pero también para la Iglesia las consecuencias fueron desastrosas, ya que ella perdió entonces la posibilidad de inculturarse en el medio indígena. Las grandes utopías eclesiásticas de “Iglesias Indianas”, con clero nativo y estructuras indígenas propias no sólo fueron abandonadas, sino que su abandono cerró las puertas para implementarlas en el futuro. Los primeros concilios mexicano y limense prohibieron la ordenación de indios, negros y mestizos hasta la cuarta generación. Básicamente porque prevaleció la duda sobre la autenticidad de la adhesión indígena a la fe cristiana.

Con todo, la intolerancia, en su expresión más burda, fue abandonada por ambos bandos y se buscaron formas abiertas o clandestinas de convivencia pacífica de las dos realidades religiosas que, en adelante, conformaron el alma de este continente. Algunos ministros de la Iglesia y, sobre todo, muchos miembros de los pueblos indígenas iniciaron silenciosamente procesos variados de relación, integración, apropiación, síncresis o síntesis de todos los componentes de la fuerza espiritual de nuestros pueblos, hayan venido de donde hayan venido. Lo cual dio como resultado una amplia gama de prácticas religiosas y de teologías que las acompañan. Es el rico fenómeno tanto de la Teología India como de la Religiosidad Popular o Religión del pueblo, que tuvieron origen en este período.

Recientemente, en el contexto actual del resurgimiento del mundo indígena, vuelven a aparecer en el escenario actitudes intolerantes tanto al interior de la Iglesia como en sectores indígenas críticos de la Iglesia. Ellos plantean que no se puede ser auténticamente indígena y a la vez cristiano. Son realidades intrínsecamente opuestas. Por tanto hay que optar y ser consecuentes con la opción que se tome.

Quien decide optar por ser cristiano debe abandonar su fe indígena o purificarla de tal manera que sólo asuma aquello que es plenamente compatible con el Cristianismo, de modo que prevalezca al final la verdad revelada de la que la Iglesia es fiel guardiana. En la contraparte indígena se afirma que quien decide ser auténticamente indígena debe liberarse de las iglesias y retornar a las formas originarias de la fe de nuestros pueblos. Lo que implicaría reivindicar ante la sociedad y ante las iglesias el derecho de ejercer libremente la religión propia.

De modo que el tema sigue siendo causa de muchas discusiones al interior de las comunidades indígenas y en la Iglesia. Y la apelación a la no compatibilidad de la fe cristiana con la fe indígena ha desgajado hoy a la teología india en dos grandes vertientes: la Teología India-India, es decir, la que se hace sin intervención del elemento cristiano, -algunos la llaman Teologías Originarias o puramente indígenas- y la Teología India-Cristiana, que se hace en el contexto de diálogo entre lo indígena y lo cristiano. A veces los representantes de estas dos vertientes tenemos dificultad en sentarnos a la misma mesa; pues los más radicales nos tildan a los conversos al cristianismo como traidores a nuestras raíces o como colaboracionistas con el enemigo.

A pesar de ello, retomando la experiencia de los evangelizadores visionarios de la primera evangelización, sectores importantes del pueblo indígena nos hemos puesto a rescatar o innovar esquemas teológicos que permitan la coexistencia pacífica de ambas formas religiosas y teológicas y, en lo posible, pongan bases para la elaboración de síntesis teológicas que enriquezcan a todos. Es lo que está haciendo brotar la gama pluriforme de teologías indias o indígenas de nuestros días en el interior de las iglesias.


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